ABC (Córdoba)

¿POR QUÉ HABLAR DE ESPAÑA?

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA «Ninguna persona lúcida puede ignorar ya que, junto al tinte goyesco de la postguerra, de los años cincuenta hasta los setenta del siglo pasado el pueblo español empezó a vivir la «tecnocraci­a» que preconizab­a

- POR SANTIAGO ARAÚZ DE ROBLES SANTIAGO ARAÚZ DE ROBLES ES ESCRITOR

HUBO un tiempo en que el mundo conocido de oídas, el único posible pues, terminaba en las «columnas de Hércules» y en la mítica Atlántida. El resto, la estepa euro-asiática y el este del Bósforo, era «ajeno a la civilizaci­ón», aunque tuviese la suya propia pero distinta y distante, parodiando a un político de la Transición. De ahí el interés mundial por Iberia. En especial un interés ávido por parte de los pueblos teocrático­s (los musulmanes) o los populistas. Lo que llamamos y ha sido Occidente habría desapareci­do asfixiado si Iberia hubiese sido en algún momento la mano larga del califato de Bagdad o, en el siglo XX, del soviet ruso.

Una rigurosa memoria histórica no debería olvidar el hecho. Los Reyes Católicos, con un soporte también teocrático (caracterís­tico recuerda Berdiaeff del Renacimien­to), sin duda, pero inventando el Estado moderno, hicieron posible a España, la «Hispania completa» de que habla el excelente historiado­r Luis Suárez, y evitaron que fuera imposible Europa. Coinciden Menéndez Pidal y Ortega y Gasset en que «la política de casamiento­s» de Isabel y Fernando y la idea imperial de Carlos V sembraron la semilla de Europa. En lo interno, los Reyes Católicos dieron forma a una España ciertament­e «realista», es decir monárquica, que era la única institució­n política que gobernaba pueblos, pero democrátic­a: acabaron con el poder político de las aristocrac­ias –habían sido útiles en la guerra frente al islam, pero eran un obstáculo para la paz compartida, es decir la paz popular– y confiaron los asuntos públicos domésticos a ciudades y pueblos, mediante fueros y cortes. Un logro verdaderam­ente histórico.

Y, de inmediato, «nos» ocurrió América. Frente a un indigenism­o corto de mente, la presencia de Europa ultramar era inevitable: la técnica náutica era ya capaz de abordar el Atlántico, y la sed de nuevos horizontes es innata al hombre. Lo «desconocid­o» estaba, en 1492, al alcance y en el deseo de dos potencias marítimas: Iberia (España y Portugal) e Inglaterra. En esa teórica carrera, resultaba inevitable que una de las dos llegara antes. Y hay que jugar con los futuribles razonables: ¿qué habría ocurrido si un Mayflower precoz en el tiempo hubiera acertado con Guaharaní, y ya con todo un continente virgen al lado? La respuesta es meridiana: América no sería un mundo mestizo (hasta diecisiete variantes de mestizaje le descubrió el italo-argentino Levéne), el «derecho de gentes», o universali­dad de la ciudadanía, se habría retrasado por lo menos hasta la declaració­n de derechos del hombre y el ciudadano tres siglos después, y el mercantili­smo sería la regla de convivenci­a, en lugar de esa barbarie tan humana que lleva a Neruda a concluir, en el capítulo de sus memorias que titula España en el corazón, que los «bárbaros conquistad­ores nos quitaron todo y nos dejaron todo», nos dejaron las piedrecita­s preciosas de la palabra con sentido, a compartir en profundida­d y en todas sus dimensione­s. La palabra es, ciertament­e, todo: progreso, cultura y derecho.

Si bien América ha sido, por otra parte, la anemia interior de España, y su «otra» –además

de evitar el extrañamie­nto musulmán o soviético de Europa– justificac­ión en la Historia. Hicimos humanismo, pero –mientras se daba la riqueza de América a los «criollos y mestizos»: el colombiano David Morales acaba de escribir sobre ello–, se abandonaba en la Península la despensa y la escuela, como lamentó Joaquín Costa, y luego unánimemen­te las gentes del 98 (pero se comprender­á que era inevitable). Y el otro vector de fuerza de la civilizaci­ón occidental, el pragmatism­o sajón nos ha ido dando pasadas por la derecha y por la izquierda, durante siglos de ciencia e industrial­ización, dejándonos en el rezago.

Esa decadencia consolidad­a, y el humor desabrido de una sociedad insatisfec­ha –en todo– nos llevó irremediab­lemente a la atrocidad de la guerra civil, en que se exasperaro­n la gloria de la historia pasada (pero nunca muerta, el pasado es raíz, y tuvo sentido que permanece) y las miserias del presente, en la mitad del siglo XX.

Ninguna persona lúcida puede ignorar ya que, junto al tinte goyesco de la postguerra, de los años cincuenta hasta los setenta del siglo pasado el pueblo español empezó a vivir la «tecnocraci­a» que preconizab­a Costa, y creó una burguesía intelectua­l y económica (despensa y escuela) que permitía pensar en común un futuro común.

Esa oportunida­d la aprovechar­on enseguida todos los sectores políticos y sociales para construir la arquitectu­ra admirable que fue «la Transición», y de la que es pieza clave la unidad, de historia, ser y proyectos, de la nación española (artículo 2 de esa decantació­n de nuestro espíritu popular que es la Constituci­ón de 1978). Y en ello estamos, y deberíamos estar felizmente. No caben desenganch­es del ser común. No cabe, por ejemplo, ignorar que precisamen­te en Cataluña fue la monarquía la que hizo posible en los siglos XIV y XV el redreç: es decir, la liberación de sus propios demonios interiores que consistían en una plutocraci­a avasallado­ra de libertades, hundida en lo financiero (simbolizad­a en la quiebra de la Casa Gualbes el año 1391, de la que ha sido melliza en el tiempo la de Banca Catalana: es un dato para la reflexión), y un asfixiante nivel de deuda pública originada precisamen­te por las querellas interiores. Nihil novum sub sole. Pero la historia real, y no adulterada, ha de ser maestra de vida y cimiento de la construcci­ón colectiva. Sea dicho para tirios y troyanos.

DIRECTOR

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NIETO
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JULIÁN QUIRÓS

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