BIDEN Y EL CAMBIO DE LENGUAJE
FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA «Para Estados Unidos, la alianza con España, con las bases de Rota y Morón como máximo ejemplo, es estratégica. Y ello le da bazas muy claras a nuestro país para trabajar en la relación bilateral y llevarla má
LA legislatura de Donald Trump llega a su fin y en líneas generales el balance es negativo, aunque con matices. Es negativo porque ha supuesto un retroceso, difícilmente recuperable a corto plazo, de conceptos impulsados por los propios Estados Unidos desde el final de la II Guerra Mundial como el libre comercio, el multilateralismo basado en instituciones y reglas comunes, la política de alianzas, la promoción de la democracia y el respeto a los derechos humanos o, desde la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, la asunción de un liderazgo global que, en palabras de Madeleine Albright, convertía a Estados Unidos en la «potencia indispensable».
Es cierto que el repliegue norteamericano es previo a Donald Trump. Ya con Obama, el progresivo distanciamiento del Atlántico en beneficio del Pacífico o la creciente retirada en Oriente Medio, incluso de África o América Latina, anticipaban algunas tendencias posteriores. Tendencias que tienen su causa en el creciente cansancio de la sociedad norteamericana hacia ese carácter «indispensable» en el exterior, para reclamar una mayor atención a los problemas internos. Pero, evidentemente, Trump ha intensificado ese repliegue, lo ha hecho de forma desabrida, se ha alejado de sus aliados tradicionales y, sin explicitarlo, ha renunciado a ese liderazgo global y, en particular, al concepto de Occidente, como expresión de solidaridad entre democracias con valores compartidos. Sin ir más lejos, su lema principal ha sido «América first».
Estas decisiones han empeorado la relación con Europa o el compromiso con la Alianza Atlántica, no sin razones, ya expresadas por Obama, en cuanto a la demanda de un mayor equilibrio en los compromisos asociados a una seguridad y defensa comunes. Todo ello coincide además con la espectacular irrupción de China como nueva superpotencia global y con el objetivo, ya explícito, de convertirse en la potencia hegemónica a mediados del presente siglo. Están enfocando sus esfuerzos en un liderazgo mundial no sólo en lo económico y comercial, o en capacidad militar, neutralizando la enorme superioridad nuclear de Estados Unidos a través de la tecnología, sino en la ampliación de sus áreas de influencia global, a través de financiación e inversiones y la ampliación de su «soft power», ofreciendo su modelo autoritario y de control social, como alternativa eficaz frente a las «decadentes» democracias representativas. Pero, fundamentalmente, se trata de consolidar su superioridad tecnológica en todos los desarrollos asociados a la Inteligencia Artificial. Es un enorme desafío frente al que Estados Unidos debe optar si lo afronta en solitario, como ha pretendido Trump, o reforzando sus alianzas tradicionales, como parece que pretende Biden.
En cualquier caso, la política de contención del expansionismo chino va a ser una constante de cualquier Administración norteamericana. Los matices están en el cambio de paradigma de la situación en Oriente Medio, donde se está consiguiendo la «reconciliación» entre Israel y buena parte del mundo árabe, en detrimento de la política expansionista iraní, con un claro perdedor: la causa palestina, la creciente convicción de la Unión Europea en profundizar su «autonomía estratégica», o en la progresiva configuración, aún incipiente, de una Alianza Indo-pacífica frente a China que sin duda Biden ahondará.
La relación actual con España es definible como correcta. Para Estados Unidos, la alianza con España, con las bases de Rota y Morón como máximo ejemplo, es estratégica. Y ello le da bazas muy claras a nuestro país para trabajar en la relación bilateral y llevarla más allá de los acuerdos en materia de seguridad y defensa, como sucedió a principios del presente milenio.
Tras el triunfo de Biden, el escenario que se plantea no es muy distinto al actual. Va a cambiar el lenguaje y la retórica, pero las grandes macro-tendencias van a ser las mismas: la confrontación con China, la fijación del centro de gravedad del planeta en el Indo-pacífico, en torno al estrecho de Malaca, y, en general, el repliegue norteamericano del Atlántico y de Oriente Medio. Otra cosa es que se corrija la deriva unilateralista, aunque limitada por los compromisos internos y electorales en relación a la defensa de los intereses norteamericanos y con ello se produzca una cierta recuperación del espíritu de las alianzas tradicionales. El previsible nombramiento de Antony Blinken como secretario de Estado apunta en esa dirección. Todo esto, con claras excepciones que sí pueden suponer cambios sustanciales: la vuelta a los Acuerdos de París, a la Organización Mundial de la Salud o, incluso, aunque muy difícil, a los acuerdos con Irán en el ámbito nuclear.
En cuanto a la Unión Europea, seguramente haya una mejor sintonía, aunque debe ser quien tome la iniciativa y deje claro que «autonomía estratégica» no implica el debilitamiento del vínculo atlántico ni del compromiso de incrementar sus esfuerzos presupuestarios en seguridad y defensa hasta el 2% del PIB de cada Estado miembro de la OTAN. El papel de España en este ámbito debe ser proactivo buscando contribuir a esa labor.
Aun así, no será el fin de la guerra comercial, aunque es probable que se suavice enormemente y que se negocie una vuelta al status quo previo a las sanciones impuestas por la OMC a la UE por las ayudas a Airbus, máxime cuando habrá también sanciones a EE.UU. por las ayudas a Boeing. Lo razonable es evitar una escalada de represalias sin sentido y en donde pierden todos. Lo que se antoja prácticamente imposible es volver a negociar un Tratado Transatlántico (TPIP), que se abortó no sólo por la retirada de Trump, sino también por enormes resistencias internas en la propia UE.
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