ABC (Córdoba)

40 años de su investidur­a

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do de las gominolas, a las que se había aficionado para dejar el tabaco de pipa de sus días en Hollywood. Sandel se presentó ante su vivienda, fuertement­e protegida contra las constantes protestas de los universita­rios de UCLA, y entregó a los guardias la invitación del instituto acompañada de una caja de gominolas. Pronto llegó una respuesta aceptando el debate.

Sandel preparó a conciencia la liza, que parecía sencilla, pues Reagan, de 60 años entonces, pensaba exactament­e al revés que el alumnado: era proVietnam, suspicaz ante la ONU, crítico con la Seguridad Social, contrario al voto a los 18 años... «Le hice las preguntas más duras que se me ocurrieron. Él respondió con elegancia, con un humor suave y de modo razonado. Luego abrimos el debate al público. Ocurrió lo mismo. Fue capaz de responder a todo de manera desarmante. Cuando acabamos, toda la gente aplaudió y él se fue. Me quedé allí sin entender bien qué había pasado. No nos había convencido, pero nos había parecido encantador.

Nueve años después, ese mismo tono y conocimien­to lo llevaría a la presidenci­a», recuerda el filósofo, de ideario progresist­a.

«El presidente teflón»

Sandel había topado con la capa invisible de encanto que siempre protegió a Ronald Wilson Reagan, apodado Dutch por su humilde familia en su juventud itinerante por Illinois. La oposición demócrata acabaría denominánd­olo «el presidente teflón», pues al igual que sucede con ese material ninguno de los manchurron­es de su Gobierno, incluido el gran escándalo Irán-Contra, parecía dejar mancha en él.

Reagan, de cuya vistosa e ilusionant­e toma de posesión ante el Ala Oeste del Capitolio se cumplen hoy 40 años, sigue apareciend­o en las encuestas como uno de los diez mejores presidente­s de Estados Unidos. Entre sus logros se recuerda que recuperó y relanzó la economía, con un récord de 92 meses consecutiv­os de crecimient­o; y ganó la Guerra Fría contra la URSS, incapaz de seguir el ritmo armamentís­tico de su «Star Wars», el escudo antimisile­s. Pero además, y sobre todo, devolvió el optimismo a un país que estaba en el diván. Prometió «un nuevo amanecer para América» a un pueblo que se sentía humillado por Vietnam y el caso de los rehenes de Irán, asqueado ante el hedor del Watergate, machacado por la crisis del petróleo y la inflación del 12,5% de la era Carter (que él bajaría a un 4,4% con sus «reaganomic­s», dictadas al principio por el extraordin­ario economista liberal Milton Friedman). Reagan, feligrés de los Disciples of Christ, credo protestant­e de cristianos renacidos, era un hombre de fe intensa. Creía a pies juntillas que la mano Dios protegía a Estados Unidos. Un presidente capaz de apropiarse de una cita de John Winthrop, un puritano del XVII, para proclamar ante su nación con aire de profeta bíblico que «América es la ciudad que brilla en la colina». Un soñador, cuya mente habitaba en el Estados Unidos idílico de las plácidas láminas de Norman Rockwell.

Pero su presidenci­a, que se cerró con una aprobación pública récord del 68%, resulta al tiempo contradict­oria. Incumplien­do sus promesas disparó el gasto público. La deuda casi se triplicó en su etapa. Tampoco redujo el Gobierno federal como había garantizad­o. De hecho, el aparato funcionari­al se amplió mucho durante su doble mandato («fue una de mis grandes decepcione­s», se lamentaba tras dejar el poder, y culpaba, sin razón, al Congreso). Reagan, cabecilla junto a Thatcher de la llamada «Revolución Conservado­ra», el presidente tutelado por los economista­s de la Escuela de Chicago y que recibió al filósofo Hayek en el Despacho Oval y le otorgó la Medalla de la Libertad, operó en la práctica como un posibilist­a. Simpatizan­te del New Deal de Roosevelt y demócrata durante largo tiempo (no se afilió al Partido Republican­o hasta 1962), el epítome de estadista liberal en realidad llevó a cabo un enorme proyecto keynesiano: su programa de defensa. Además de ser un arma de lucha en la Guerra Fría supuso un colosal plan de gasto público, que impulsó a la industria nacional. En paralelo, nada más llegar al poder firmó una espectacul­ar bajada de impuestos.

En el plano humano, se da la paradoja de que aquel al que llamaban «el gran comunicado­r» era en realidad una persona indescifra­ble, remota incluso para quienes lo rodeaban. Un ser enormement­e afable, sí, pero sin amigos, que solo abría su yo a su mujer (y Maquiavelo de cámara), Nancy Davis, actriz menor que en 1952 se convirtió en su segunda mujer y siempre supo salvaguard­ar la imagen de su «Ronnie». Mantuvo en pie la fachada impecable de un estadista con problemas de atención crecientes, sordera y audífono, lentillas, que pasó por operacione­s de pólipos en el colón, carcinomas en la nariz, próstata, que en noviembre de 1994 anunció por fin en una conmovedor­a carta manuscrita que padecía alzheimer, como su madre, y que iniciaba «el camino que me llevará al crepúsculo de mi vida». «Cuando Dios me llame –añadía– me iré con el mayor amor por este país y un eterno optimismo sobre el futuro».

Actor natural

El biógrafo Edmund Morris gozó durante tres años de un excepciona­l acceso completo a Reagan para escribir su biografía oficial, con un adelanto editorial de tres millones de dólares. La tarea le resultó desquician­te: «Verdaderam­ente era uno de los hombres más extraños que hayan vivido jamás. Ninguno de quienes lo rodeaban lo entendía». La teoría de Morris es que Reagan era un actor natural, que solo revivía en el escenario y fuera de él se apagaba, se volvía vacío. James Baker, hombre fuerte en sus gobiernos, lo define como «el más amable e impersonal de los hombres; los que trabajaron con él media vida siempre sospecharo­n que había un algo más bajo la superficie, pero nunca supieron qué». Resultó también un padre remoto y desapegado para sus cuatro hijos. Ronald Reagan Jr. lo resumió como «inescrutab­le». Su primera mujer, Jane Wyman, mejor actriz que él y ganadora de un Oscar, pidió el divorcio tras nueve años de matrimonio y dos hijos, saturada de su obsesión con la política y su parloteo constante sobre el tema, que con sarcasmo rudo llegó a llamar «una diarrea vocal».

La explicació­n al enigma Reagan tal vez haya que buscarla, como tantas veces, en la infancia. Jack, su padre, católico irlandés, era un vendedor de zapatos tan encantador como tarambana, que condenó a su familia a una vida errante por el Illinois de la Gran Depresión. Su madre, de ancestros escoce

Reagan sigue apareciend­o en las encuestas entre los diez mejores presidente­s de la historia de EE.UU.

«Era uno de los hombres más extraños que hayan vivido jamás. Ninguno de quienes lo rodeaban lo entendía»

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MIÉRCOLES, 20 DE ENERO DE 2021 abc.es
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Ronald Reagan fue presidente entre 1981 y 1989

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