Canciones y fondos de inversión: la nueva fiebre del oro de la industria musical
▶La caída de los directos y el auge del disparan el mercadeo de derechos editoriales, un activo «predecible y confiable»
De buenas a primeras, quizá el nombre de Al Jackson Jr. no les resulte demasiado familiar, pero cada vez que alguien reproduce «Let’s Stay Together» de Al Green, escucha en una plataforma de streaming el fabuloso «Green Onions» de Booker T & The M.G.’s, o se enreda en el suave traqueteo de la batería de «(Sittin’ On) The Dock of the Bay» de Otis Redding, se dispara una alarma, empiezan a tintinear las monedas y, como por arte de ensalmo, en un despacho del barrio londinense de King’s Cross a alguien se le dibuja el símbolo del dólar en los ojos. Porque Jackson, batería de Booker T & The M.G.’s además de compositor, coautor y ejecutante de algunos de los éxitos más sonados que dio el soul de los sesenta y los setenta, es lo que los fondos de inversión denominan un «activo confiable y efectivo». No un compositor sublime o un baterista de técnica exquisita, sino un valor «predecible y confiable». Así de simple.
De ahí que en mayo de 2019, mucho antes de que sonadas operaciones protagonizadas por superestrellas como
Bob Dylan, Neil Young o Shakira copasen titulares y devolvieran a la primera línea informativa el mercadeo de derechos, el fondo británico Hipgnosis Song Fund ya anunciase como una jugada maestra la adquisición del catálogo de Jackson, en total 185 composiciones y 199 grabaciones. El precio de compra, como suele ser habitual en estos casos, no trascendió, pero el propio Merck Mercuriadis, fundador de Hipgnosis y hombre de moda de la industria, revelaba en una entrevista reciente lo provechosas que pueden resultar estas operaciones. «Compramos este catálogo y estamos ganando 400.000 dólares al año. Ingresos predecibles y confiables», detalló Mercuriadis.
Oro, petróleo y canciones
Sólo una canción, la mullida y aterciopelada «Let’s Stay Together», original de 1972, ya representa el 82% de esas ganancias, por lo que no cuesta demasiado imaginar las cantidades que deben generar éxitos más o menos recientes y reproducidos en bucle como «Uptown Funk», «Single Ladies», «Umbrella», «Green Light» o «Paper Rings», números uno por obra y gracia de Mark Ronson, Beyoncé, Rihanna, Lorde y Taylor Swift que, además de estar perfectamente vestidos para el éxito, comparten el hecho de ser propiedad, total o parcial, de Hipgnosis.
«La razón por la que se invierte en cosas como el oro y el petróleo es porque son predecibles y confiables. Bueno, pues las canciones tienen eso. La gente siempre consume música, razonaba Mercuriadis para explicar que los fondos de inversión hayan encontrado en los derechos editoriales y el copyright la nueva gallina de los huevos de oro. «Las grandes compañías han descubierto que es un valor seguro. Cayó el mercado discográfico pero subió el digital», ilustran desde las entidades de gestión de derechos. Y con la perspectiva de que en los próximos años entren en juego grandes merca
dos como China o India, la previsión de ganancias no hace más que incrementarse. «Ahora mismo la gratificación es inmediata: si quieres escuchar una canción, la escuchas. Y eso genera un beneficio también inmediato», detalla a ABC Nigel Elderton, presidente en Europa de la editorial musical Peermusic. «Estas ventas irán a más –añade–. La pandemia ha supuesto un golpe tan grande para los artistas que cualquiera que tenga algo de valor seguro que está pensando seriamente en sacarle provecho».
En realidad, la cosa viene de lejos –ahí están, por ejemplo, los «fondos Bowie» que el músico británico emitió en 1997 para recuperar sus derechos de autor o, más famosa aún, la compraventa de Northern Songs, editorial de los Beatles que Michael Jackson compró en 1985 por 47 millones de dólares para ser revendida años más tarde por 750 millones de dólares–, pero la caída en picado de los formatos físicos y el auge del streaming ha propiciado una nueva fiebre del oro. «Empresas como Hipgnosis han creado un fervor y una burbuja. Ahora la gente sabe que hay un mercado y más puertas a las que llamar», ilustra Elderton.
Sin discos ni conciertos
Una tormenta perfecta a la que se ha sumado el frenazo en seco de la actividad musical en directo que ha traído el coronavirus, fatalidad que ha empujado a muchos compositores a echar mano de sus derechos de autor, su bien más preciado, en busca de ingresos adicionales. «Si nos pudieran pagar por los discos y tocar en vivo, no lo estaríamos haciendo. Ninguno de nosotros», aseguró en diciembre David Crosby, ex de The Byrds y Crosby, Stills, Nash & Young. «Ahora que han bajado en picado los derechos asociados a la publicidad y los conciertos, se ha incrementado el número de compositores que optan por vender sus catálogos», constatan fuentes del sector. Dinero contante y sonante para apuntalar carreras ya consolidadas o, según el caso y la edad, librar de farragosas batallas legales a futuros herederos.
El caso más sonado fue el de Bob Dylan, quien el pasado mes de diciembre vendió su catálogo editorial de 600 canciones por unos 300 millones de dólares, según estimaciones del «The New York Times». Lo relevante del caso, sin embargo, es que el bardo de Duluth se resistió a los cantos de sirena de los siempre convincentes fondos de inversión y optó por vender los derechos de sus canciones a Universal, un gesto que algunos interpretaron como un guiño romántico a la facción más tradicional de la industria y otros como simple pragmatismo (en Estados Unidos se pagan más impuestos por los derechos que por el incremento de patrimonio).
Sea como fuere, Dylan es, también aquí, un verso libre en una tendencia cada vez más pujante. De hecho, casos como los de Neil Young, que la semana pasada vendió la mitad de su catálogo a Hipgnosis por 50 millones de dólares, son sólo la punta del iceberg de un negocio que mueve cifras astronómicas. No en vano, detrás de Mercuriadis y de ese fondo que ha invertido, de momento, mil millones de libras en 57.000 canciones (3.000 de ellas números 1 y un tercio de las 30 más escuchadas en Spotify, como celebra la literatura promocional) se encuentran inversores como Schroders, Invesco o la mismísima iglesia británica.
«Hay que identificar y comprar catálogos que incluyan canciones que tengan un éxito intemporal demostrado, que sean influyentes desde el punto cultural o que no estén suficientemente explotadas», defendía Mercuriadis el día que su compañía salió a bolsa. Dicho y hecho, Hipgnosis hace caja cada vez que suenan «Baby» de Justin Bieber, «Touch My Body» de Mariah Carey, «Good Times» de Chic; «Sweet Dreams (Are Made of This)» de Eurythmics. «F**k You» de Cee Lo Green, «Don’t Stop Believin’» de Journey o «Go Your Own Way», de Fleetwood Mac. «Si algo ha conseguido es transmitir la idea de que quizá se pueden trabajar más a fondo las canciones, hacerlas más dinámicas, y eso es algo que los compositores valoran. No todos pueden confiar en que caiga una película o un anuncio y sus canciones regresen de nuevo a las listas de ventas», opina Elderton, presidente también de la Performing Right Society Limited (PRS).
En Estados Unidos, Primary Waves lleva quince años amasando una deslumbrante biblioteca musical a partir de la compra de los catálogos de Nirvana, Smokey Robinson, Aerosmith, Bob Marley, Stevie Nicks… Un negocio de más de un billón de dólares cuyo ejemplo han seguido fondos como KKR, conocidos en su día como los «bárbaros de Wall Street» y que lo mismo compran y venden la todopoderosa BMG que adquieren el catálogo completo de Ryan Tedder, cotizadísimo compositor y productor de Adele, Stevie Wonder, Ed Sheeran, Lady Gag, Cardi B o Jonas Brothers. Un total de 500 canciones con 420 millones de ventas y 63.000 millones de reproducciones que alimentan una burbuja en constante búsqueda del equilibrio entre creatividad y rentabilidad. millones es lo que pagó Sony por los derechos editoriales de los Beatles números 1 forman parte del catálogo del fondo Hipgnosis Songs Fund