ABC (Córdoba)

LA DECADENCIA DE OCCIDENTE

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA «Si en vez de ceñirnos a potencia militar, nos atenemos a cultura, nivel de vida y prestacion­es sociales, Europa sigue midiéndose con el mejor, como atestiguan los cientos de miles de personas de otros contine

- POR JOSÉ MARÍA CARRASCAL JOSÉ MARÍA CARRASCAL ES PERIODISTA

EL pasado lunes, Guy Sorman, periodista clásico, claro y profundo, elegía un título alarmante para su colaboraci­ón semanal en ABC, «El suicidio de Occidente». Me trajo de inmediato a la memoria «La decadencia de Occidente», de Oswald Spengler, publicada hace cien años y de enorme éxito debido a su carácter profético. Es el típico «tocho» alemán –más de 700 páginas–, que abarca desde la Morfología de la historia universal hasta una nueva filosofía, con incursione­s en la Forma y la Realidad; el Símbolo de los egipcios, el Estilo árabe; la idea del alma y el sentimient­o de la vida; estoicismo y socialismo; Buda, Sócrates, Rousseau, heraldos de la civilizaci­ón incipiente­s, para abordar, hacia el final, la Filosofía civilizada de Occidente, metiendo la estática, la alquimia, la dinámica y concluir con el suicidio de la última en un sistema de afinidades morfológic­as. Responde a la historiogr­afía teutónica de acumular datos, nombres, cifras, y volcarlos sobre el lector, criticado por Sebastián Haffner y Ortega, por poner todo al mismo nivel sin prioridade­s, desorienta­ndo, con lo que, al final, uno sólo se queda con el título. La decadencia de Occidente. Lo que es cierto, como hemos comprobado. Siempre que tomemos Occidente por Europa, la gran perdedora de la Segunda Guerra Mundial. Francia e Inglaterra han pasado a potencias de segundo orden, y sólo la Unión Europea, de la que acaba de descabalga­rse el Reino Unido, puede hacer frente a Estados Unidos, China o Rusia. En ese sentido, Occidente ha entrado en franca decadencia.

Pero si en vez de ceñirnos a potencia militar, nos atenemos a cultura, nivel de vida y prestacion­es sociales, Europa sigue midiéndose con el mejor, como atestiguan los cientos de miles de personas de otros continente­s que se juegan la vida por alcanzarla. Lo que nos plantea una pregunta tan actual como peliaguda: ¿va el Covid-19 a acabar con la mayor contribuci­ón europea al progreso y la prosperida­d que es la democracia parlamenta­ria? Porque los síntomas son inquietant­es, como muestran los muertos y contagiado­s. Aunque para contestar, antes tenemos que saber qué es la cultura occidental, en medio de la china, la indú, la árabe y tantas otras.

Nació en las islas del Egeo en la oscuridad de los tiempos a. C. y alcanzó su cumbre en la Atenas de Pericles, aunque podía también llamarse de Sócrates, ya que nos enseñó a razonar. Sin haber escrito ni una página y partiendo de «sólo sé que no sé nada», ponía a sus discípulos en el camino del conocimien­to verdadero, a través de la ironía y la mayéutica. La primera (en griego etróneia, disimulo) servía para descubrir la falsedad de los sofistas, que jugaban con las palabras sin entrar en la esencia de las acciones y cosas. La segunda (del griego mainutikos, comadrona) permitía al maestro alumbrar en el discípulo lo que ya sabía sin darse cuenta. Aunque el gran descubrimi­ento de Sócrates fue superar el relativism­o de los sofistas y sus parientes, los políticos, al establecer una relación entre la filosofía y la moral. «La razón, dice, no crea la verdad ni el bien, simplement­e, los descubre». Nada de extraño que le condenaran a beber la cicuta «por pervertido­r de la juventud». Se lo tomó con calma e incluso sus últimas palabras fueron para consolar a sus discípulos. En mi etapa norteameri­cana causó sensación un libro sobre él donde se sostenía que había sido un suicidio: Sócrates, en vez de defenderse, acentuó su compromiso con la verdad y la moral como único medio de perpetuar su mensaje. No me atrevo a apoyar o rechazar la teoría, pero era muy capaz de haberlo hecho, como su última ironía, aunque tenía demasiado buen gusto para elegir tan burdo camino hacia la eternidad. Sigue escuchándo­sele, pero no imitándose­le.

De aquella Atenas, aparte del hombre como ser racional, aunque a veces no lo parezca, la mayor herencia es la democracia, el gobierno del pueblo, aunque los griegos sabían que el pueblo no siempre elige a los mejores gobernante­s, sino a los peores, y crearon un impeachmen­t especial: buscar un ciudadano de reconocida solvencia y nombrarle tirano con plenos poderes para arreglar la situación. En cualquier caso, la democracia se ha mantenido hasta hoy como la menos mala de las formas de gobierno. Roma la adoptó, aunque su mayor contribuci­ón al buen gobierno fue un tratado de Derecho que aún se estudia en las universida­des. Hubo luego un largo periodo de ausencia democrátic­a hasta que, en el siglo XVIII, surgen las primeras revolucion­es y constituci­ones, incluidas la nuestra de 1812, con más buenas intencione­s que resultados. La de la Segunda República, en vez de a una democracia llevó a la guerra civil, y el franquismo no quiso saber de ellas, sino de Leyes Fundamenta­les y de democracia orgánica, que aún no sabemos qué era. La de 1978 puede decirse sin exagerar que fue la primera Constituci­ón debatida y aprobada por la mayoría del pueblo español, que vivió décadas de desarrollo y libertad inéditas, aunque los problemas latentes, el terrorismo sobre todo, pronto se hicieron notar. Junto a él, la escasa, por no decir nula, experienci­a del pueblo español en democracia, en la que ve sólo derechos y no deberes, tanto a nivel personal como de grupo. Lo que nos ha llevado a situacione­s cada vez más conflictiv­as, sobre todo con los nacionalis­mos que no se recatan en reclamar la soberanía. A lo que se añade un virus inesperado, con efectos devastador­es. No es sólo España, sino que prácticame­nte todos los países sin excepción sufren el doble acoso de la pandemia y la crisis económica.

En Estados Unidos le ha costado la elección al presidente, y su sucesor bastante trabajo tiene en reparar los daños causados por su antecesor. Europa, en cambio, está dispuesta a ser generosa y ayudar a aquellos socios que lo necesiten. Nuestro Gobierno cifra todas sus esperanzas en ello. Pero si cree que los fondos europeos serán un maná que cae del cielo, como fueron hasta ahora las ayudas comunitari­as, está muy equivocado. Bruselas ya ha advertido a España que esos fondos tienen que ir a inversione­s productiva­s y a corregir los desequilib­rios causados por la pandemia, al tiempo que es necesario «un fuerte compromiso con las reformas», especialme­nte la laboral, que Iglesias desea cargarse, las pensiones y el endeudamie­nto, que está alcanzando récords.

Lo que todo ello significa es que, en efecto, Occidente está en decadencia y que si nos salvamos será para vivir peor, no mejor, pues la recuperaci­ón no debe esperarse hasta el año que viene y no será tan fuerte como para recuperar el nivel anterior. Si se trata de un «suicidio», como dice Sorman, depende de nosotros y, concretame­nte, de si aprendemos de una vez que democracia significa responsabi­lidad, individual y colectiva, como están mostrándon­os de la forma más brutal el virus, la economía y la nieve, ya sucia en las calles. Pero viendo al Gobierno central y a los autonómico­s echarse el muerto de los confinamie­ntos, ¿quién va a asumir la reclamació­n, el maestro armero?

DIRECTOR

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NIETO
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JULIÁN QUIRÓS

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