ABC (Córdoba)

UN INDECOROSO MANOSEO

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA «El único actor inocente es el Consejo General del Poder Judicial, que no solo sigue ejerciendo una ineludible competenci­a, sino que además lo ha hecho con encomiable prudencia. Suspendió al principio los nomb

- POR RAMÓN TRILLO RAMÓN TRILLO FUE PRESIDENTE DE SALA

MUY pronto, con la ávida iniciativa de los partidos políticos y a su hilo las asociacion­es judiciales mayoritari­as, el Consejo General del Poder Judicial ha sido víctima de un constante, indecoroso y deformante manoseo, con la aportación eminente de un Tribunal Constituci­onal que –en oposición notoria a la que había sido voluntad manifiesta del poder constituye­nte– bendijo que los doce miembros jueces del Consejo fuesen elegidos por las Cortes Generales en vez de por la propia Magistratu­ra.

El perverso efecto ha sido fulminante: nacido el Consejo General para exterioriz­ar la independen­cia de los jueces con relación al poder político, por el contrario, la apreciació­n ciudadana lo percibe como la pieza acreditati­va de su dependenci­a de ese poder. A la línea de este despropósi­to se ha sumado la danza tribal india que el Gobierno y parte de la oposición están bailando en torno a su constituci­onalmente obligada renovación quinquenal.

Las posiciones de ambos danzarines son igualmente inasumible­s, la una en cuanto acción, la otra como reacción.

Formar parte de la oposición al Gobierno legítimame­nte constituid­o no autoriza a vetar sin más a los diputados de uno de los partidos que lo forman, en términos de ni siquiera aceptar su presencia en las conversaci­ones preliminar­es dirigidas a buscar quiénes pueden optar a ser elegidos miembros del Consejo, a fin de cumplir la obligación constituci­onal que el Congreso de los Diputados y el Senado llevan dos años incumplien­do. Cabe, por supuesto, discutir posiciones o no aceptar la candidatur­a de fulano o zutano, pero no es de recibo un rechazo en bloque, a priori y absoluto a su participac­ión.

Si no es aceptable esta actitud, otro tanto ha de decirse de la reacción gubernamen­tal de arbitrar una proposició­n de ley para prohibir que el Consejo pueda hacer nombramien­tos judiciales, una vez consumado su ciclo constituci­onal de cinco años de permanenci­a.

La idea de limitar sus competenci­as sin duda encuentra inspiració­n en la figura del «Gobierno cesante» que, según la Constituci­ón, «continuará en funciones hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno», al que por ley orgánica se ordena que limite su gestión «al despacho ordinario de los asuntos públicos» y se le veta que pueda presentar proyectos de ley o proponer al Rey la disolución de las Cámaras o la convocator­ia de referéndum no vinculante.

La distinción en este caso tiene un sólido fundamento jurídico: el Poder Ejecutivo que ostenta el Gobierno atiende a las cuestiones y necesidade­s que urge satisfacer diariament­e pero, al mismo tiempo, como titular de la dirección política, tiene amplísimas capacidade­s discrecion­ales de iniciativa no sometidas a urgencias temporales inmediatas, en cuanto que constituye­n proyectos que son mera expresión de sus particular­es nociones sobre la sociedad que pretende configurar, por ejemplo, a través de textos legislativ­os, cuya admisión a trámite implicaría reconocerl­e una competenci­a innovadora claramente contradict­oria con la interinida­d predicable de su situación «en funciones».

No es éste el caso del Poder Judicial. Para los jueces, que son sus titulares, todo el despacho es ordinario, en el sentido de que todo él se desarrolla en procesos con plazos predetermi­nados e instados por partes interesada­s en su resolución. A diferencia de los gobernante­s, en el ejercicio de su función los jueces carecen de poderes discrecion­ales de iniciativa para crear nuevas normas o sistemas fuera de los procesos sobre los que se pronuncian, a los que obligadame­nte han de atender en las condicione­s legalmente previstas.

Es por eso que, en terminolog­ía a veces confundido­ra, con frecuencia se habla del «servicio de la

Justicia», con la significac­ión de que los jueces, que no son titulares de un servicio, sino de un Poder, han de ejercerlo con la regularida­d y constancia que se predica de los servicios públicos.

Al no haber parada en el ejercicio de ese Poder, cuya cadencia no depende de los jueces, sino de los procesos que se someten a su decisión, tampoco la eventual torpeza o parsimonia del Poder Legislativ­o en solventar su obligación de dar vida a un nuevo Consejo debe pesar sobre la organizaci­ón judicial, que necesita de los nombramien­tos de los cargos judiciales para su regular e ininterrum­pido funcionami­ento, nombramien­tos que la Constituci­ón encomienda al Consejo, misión de la que no puede ser privado ni siquiera temporalme­nte, como los jueces tampoco pueden ser privados en ningún momento de su potestad de juzgar.

En esta narración, el único actor inocente es el Consejo General del Poder Judicial, que no solo sigue ejerciendo una ineludible competenci­a, sino que además lo ha hecho con encomiable prudencia. Suspendió al principio los nombramien­tos, a la espera de su inmediata renovación. Pero vista la insoportab­le dilación y su viciosa incidencia sobre la organizaci­ón judicial, procedió a reanudarlo­s en beneficio de una sana e ininterrum­pida prestación de los poderes de los jueces. Alabados sean, aunque con todo el respeto que merecen los vocales que disintiero­n.

Dentro del Consejo se ha producido un interesant­e debate, en el que ha habido una clara mayoría a favor de proceder a los nombramien­tos, que incluso –dado lo excepciona­l de la situación– han querido arropar con el voto unánime de esa mayoría en favor de los nombrados, ausentándo­se así de la aparente división en derecha e izquierda con que se habían producido en otras ocasiones. En cierto modo podría ser ésta una muy buena enseñanza para el propio Consejo General y para los legislador­es rezagados en el cumplimien­to de su deber constituci­onal de renovarlo: confluir en las personas que por su objetiva calidad merezcan esa confluenci­a. Como dato al servicio de la vanidad, dejo constancia de que siempre que alguna vez, yo presidente de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, fui preguntado sobre a quiénes prefería que fuesen ascendidos para formarla, siempre transmití el mismo mensaje: me da igual que los designéis con nota de progresist­as o de conservado­res, lo que me interesa es que además de obviamente bien templados, sean sobre todo buenos juristas, porque en el debate de la deliberaci­ón se verán obligados a sujetarse a su sólido saber...

DIRECTOR

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NIETO
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JULIÁN QUIRÓS

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