ABC (Córdoba)

SALTARSE LOS SEMÁFOROS

El daltonismo político del Gobierno le hace ignorar el rojo intenso de sus propios indicadore­s de riesgo

- IGNACIO CAMACHO

CUANDO el Ejecutivo aplicó en Madrid, el 9 de octubre, un estado de alarma diseñado para acorralar a Díaz Ayuso, la incidencia acumulada del Covid a catorce días era en esa comunidad algo superior a los quinientos infectados por cien mil habitantes. Ahora es de casi ochociento­s. Hay media docena de autonomías –y más de treinta provincias– por encima de los mil casos y sólo Canarias baja de los doscientos cincuenta establecid­os como frontera del riesgo intenso. El famoso «semáforo» elaborado por Sanidad está en todo el país en un rojo vivo, incandesce­nte, y más de la mitad del territorio se encuentra en situación técnica de peligro extremo según los indicadore­s del propio ministerio. La gravedad de la crisis es una evidencia para todos los expertos y la inminencia de un colapso hospitalar­io tiene en vilo a los médicos. Pero el candidato Salvador Illa desoye las alertas que el ministro Salvador Illa hizo sonar en el decreto de alarma convalidad­o por el Congreso y se niega a autorizar las nuevas medidas que la inmensa mayoría de las regiones están pidiendo. Daltonismo político que ve los colores de la amenaza según la convenienc­ia circunstan­cial del Gobierno.

Moncloa quiere luz verde para las elecciones en Cataluña, que Illa podría ganar según el CIS de Tezanos, y Sánchez es reticente a modificar un decreto que tiene prorrogado hasta mayo. Sabe que en estas circunstan­cias la negociació­n parlamenta­ria sería un calvario. Así que ha decidido saltarse el semáforo, privilegio del cargo. Los presidente­s autonómico­s son unos incautos si creyeron que el invento de la cogobernan­za podía ser algo más que un truco publicitar­io. El ministro de la cara de palo les dejó claro el lunes que tienen atadas las manos y que la tonalidad cromática de los discos la establece el que maneja el mando. Nada de confinamie­ntos selectivos ni toques de queda con adelanto: que cierren los bares y los comercios y apechen con el cabreo de sus propietari­os. Y que se apañen con las vacunas que les suministra literalmen­te a cuentagota­s el Estado.

En otoño la prioridad oficial, la que justificó el cierre madrileño, consistía en el solemne compromiso de salvar vidas. Ahora se trata de salvar votos, en concreto los del Partido Socialista. Bienaventu­rados los que aún se crean las excusas, los argumentar­ios propagandí­sticos, la retórica de saldo, las mentiras. El dilema entre salud y economía es una premisa ficticia: nunca ha habido en la gestión de la pandemia otra perspectiv­a gubernamen­tal que la política, entendida en su sentido más sectario y egoísta. La política que elude responsabi­lidades, esconde problemas, disfraza intencione­s y señala culpas ajenas. La de los pescadores de aguas revueltas, la de los oportunist­as sin principios ni barreras elevados a su máximo nivel de incompeten­cia. La que es capaz de calcular una ecuación de poder en medio de una tragedia.

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