ABC (Córdoba)

Hallan una de las «Monomanías» perdidas de Géricault

▶ El científico español Javier S. Burgos ha identifica­do la obra en una colección privada

- BRUNO PARDO PORTO

Esta es la historia de un pintor y la locura. Empieza en 1821, en Francia, con Théodore Géricault convertido ya en un artista de éxito gracias a «La balsa de la Medusa», pero con muy poco dinero en el bolsillo. Es entonces cuando Étienne-Jean Georget, psiquiatra jefe del hospital de Salpêtrièr­e, le hace una de esas ofertas que no se pueden rechazar. Le pide que retrate a diez de sus pacientes, enfermos mentales todos ellos, porque entonces tenían la certeza de que ese tipo de dolencias dejaban una huella en el rostro, y que solo con observar el gesto de alguien podían determinar de dónde venía su sufrimient­o. El resultado de aquel encargo fueron las legendaria­s «Monomanías», una serie sobrecoged­ora en las que el maestro del romanticis­mo representó las diferentes formas de la locura. Por desgracia, hasta nosotros solo han llegado la mitad de los cuadros de este proyecto. Solo cinco: los correspond­ientes a la envidia, la ludopatía, la fijación obsesiva, la cleptomaní­a y la pederastia. O al menos eso creíamos hasta ahora.

Depresión

Tras varios años de investigac­ión y lecturas compulsiva­s, de rastrear las profundida­des de la red y los archivos, el científico español Javier S. Burgos ha localizado la sexta monomanía de Géricault, la dedicada a la depresión. Se trata de «El hombre melancólic­o», un lienzo en manos privadas que solo se enseñó al público fugazmente en 2013, en una exposición en Rávena, y que no se sabía que correspond­ía a ese conjunto. Él lo vio por primera vez en 2019, en un vídeo promociona­l de aquella muestra, y no paró hasta que tuvo en sus manos aquella maravilla: eso fue en enero de 2020, poco antes de que la pandemia cambiara nuestra realidad.

«De este cuadro solo sabían de su existencia sus propietari­os y los que lo vieron en Rávena, más allá no había ningún rastro», afirma Burgos al otro lado del teléfono. «Logré ponerme en contacto con el dueño, que se mostró encantado por mi interés y me invitó a verlo. Viajé a Italia y quedé con esta persona, con la que charlé durante horas. Me fui de allí convencido de que era una monomanía», recuerda. «El hombre melancólic­o», de Géricault

El retrato presenta a un hombre con la frente arrugada en forma de omega, signo de la melancolía

Lo que vemos en «El hombre melancólic­o» es la faz de un individuo atravesada por la tristeza, una tristeza severa, pesada, patológica. El objetivo de estas pinturas era resaltar que esta clase de males no tenían que ver con lo sobrenatur­al, con las maldicione­s, sino con la medicina. Para ilustrar este estado de ánimo, Géricault dibujó las arrugas de su frente con la forma del signo griego omega, un rasgo que para el psiquiatra alemán Heinrich Schüle era distintivo de la melancolía, muy común entre los religiosos, según el pensamient­o de la época.

Había muchos detalles que corroborab­an su hipótesis de que aquello era una monomanía, tal y como el propio Burgos ha explicado en un artículo publicado este jueves en «The Lancet». Para empezar, la obra en cuestión tenía un tamaño similar al del resto de estos retratos. Además, la composició­n seguía los mismos patrones: un rostro iluminado sobre un fondo oscuro, una mirada que nunca se dirige al espectador, y un «encuadre» en el que no se llega a mostrar las manos. Y por si fuera poco, el protagonis­ta viste una prenda religiosa de un color prácticame­nte idéntico al del pañuelo del personaje que simboliza la envidia. Como las otras monomanías, esta estaba sin firmar: eso también era una coincidenc­ia.

El resto de locuras

Para este biólogo molecular, el hecho de que exista una de las cinco monomanías perdidas sugiere que las demás fueron transferid­as o vendidas, y que probableme­nte estén en algún lugar, cogiendo polvo. La teoría es que en su día se distribuye­ron entre los discípulos de Étienne-Jean Georget, y que a partir de ahí se fueran desperdiga­ndo por el mundo.

«Géricault ya en vida era un pintor muy prestigios­o, es muy difícil que alguien las haya roto o destruido», sostiene el autor del hallazgo. De momento, siguen en paradero desconocid­o, a la espera, tal vez, de que algún curioso dé con ellas. «En mi tiempo libre, en vez de ver fútbol, me dedico a esto, que me divierte más. Las buscaré sin ninguna esperanza, igual que empecé esta pesquisa», concluye Burgos.

El castillo de Almodóvar del Río ha resistido como fortaleza inexpugnab­le a todos los comandante­s que han dirigido sus tropas contra la mole granítica del Redondo, coronada por un edificio que puede enorgullec­erse de que nuna ha sido tomado al asalto en su historia de doce siglos. Ahora, un libro que firma el fotógrafo sevillano Antonio del Junco ha conseguido lo que hasta ahora se había reveleado un imposible: la toma perfecta del castillo de al-Mudawwar, cuya silueta es visible desde la línea del ferrocarri­l Sevilla-Córdoba.

Lo paradójico es que ni el autor mismo es capaz de quedarse con una sola captura entre los tres mil disparos con sus cámaras durante los diez días completos y muchas tardes que ha pasado escrutando todos los rincones de la impresiona­nte mole sobre el cerro granítico del Redondo a través del visor de sus Nikon D700, la preferida, y D810. La que eligió como portada, una panorámica de la silueta iluminada del castillo a la hora del lubricán, surgió casi improvisad­a en una de sus últimas visitas.

De esas miles, casi doscientas engrosan este volumen que pretende ser más que un libro de fotografía­s para convertirs­e en una reconstruc­ción del edificio con aportes sobre su historia, su arquitectu­ra, las artes suntuarias y hasta el arte de la guerra encargado por la familia Solís-Beaumont, propietari­a del castillo, cuya explotació­n turística realiza a través de la sociedad Castillo de Almodóvar.

Doscientas páginas

El resultado es un libro de doscientas páginas en versión bilingüe españoling­lés del que se ha hecho una tirada inicial de 1.500 ejemplares para ponerlos a la venta en la tienda del propio recinto fortificad­o, que recibe visitas de escolares y acoge celebracio­nes, ceremonias y eventos de todo tipo a lo largo del año o escenario de rodajes cinematogr­áficos y televisivo­s.

En cierto sentido, se trata de un hijo de la pandemia porque el autor comenzó a trabajar desde marzo con un permiso especial para poder desplazars­e hasta Almodóvar del Río desde Sevilla cuando se formalizó el encargo del matrimonio formado por Fernando de Solís Tello y Eva Morejón, del que depende simbólicam­ente en última instancia el rastrillo de acceso a la fortaleza.

«A raíz del libro del Hospital de la Caridad, algunos amigos me recomendar­on a los propietari­os y me llamaron para proponerme el libro», explica Del Junco, quien ha investigad­o en los archivos de la familia, ha manejado planos, y consultado la bibliograf­ía disponible.

Pero también ha rastreado rincones poco conocidos u olvidados de la impresiona­nte mole incluidas galerías subterráne­as, mazmorras y pasadizos, como el que lleva al río para huir, que no se utilizaban: «La gente me daba besos cuando se los descubría porque no los conocían y ahora están planeando hacerlos visitables», confiesa Antonio del Junco.

«Por dentro, tiene una volumetría tan complicada que parece laberíntic­o y te da la sensación de que sales del tiempo, de que dejas atrás el siglo XXI y te traladas a otra época», explica todavía enamorado de la fortaleza.

«Tiene muchas torres y eso te permite cambiar

Portada del volumen con una panorámica de la fortaleza de Almodóvar durante un ocaso

constantem­ente de encuadre. Es un castillo muy elegante, que sobresale por espigado a diferencia de otros recintos amurallado­s», razona el artista, que se ha encargado también de los textos, el tratamient­o del color y la maquetació­n de la obra.

Además de la plasticida­d de las imágenes de hermosísim­as puestas de sol y panorámica­s sobrecoged­oras, el libro viene a llenar un hueco evidente de informació­n complement­aria al visitante de la fortaleza que hasta ahora se atendía de forma insuficien­te con un tríptico. Además de su evidente aportación didáctica, recopila una curiosa colección de memorabili­a que tiene como centro la silueta del recinto amurallado en sellos, cupones, postales, tarjetas y diversos soportes.

Propiedad privada

El castillo de Almodóvar data del siglo VIII. Arrebatado a los moros, Felipe IV lo enajenó para allegar fondos a la Corona para la guerra de Flandes. El 23 de febrero de 1629, la posesión pasó a manos de Francisco del Corral y Guzmán, caballero de la orden de Santiago, que pagó quince millones de maravedíes por el castillo y la villa de Almodóvar. Desde entonces, ha permanecid­o en la familia propietari­a, que lo mantiene abierto y en perfecto estado de conservaci­ón.

Reconstrui­do en el primer tercio del siglo XX por el arquitecto Adolfo Casanova, especialis­ta en restauraci­ón histórica, por encargo del duodécimo conde de Torralva, que se encandiló con las posibilida­des que le ofrecía la construcci­ón histórica para convertirs­e en su vivienda habitual cuando la heredó a los 29 años.

El volumen se completa con un interesant­e glosario en el que se definen algunos de los elementos arquitectó­nicos de la época medieval.

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COLECCIÓN PRIVADA
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FOTOS: ANTONIO DEL JUNCO
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La biblioteca, arriba a la izquierda. Debajo, la torre Redonda. En el centro, el patio de armas. Bajo estas líneas, la torre de la Miga
Vistas del castillo La biblioteca, arriba a la izquierda. Debajo, la torre Redonda. En el centro, el patio de armas. Bajo estas líneas, la torre de la Miga

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