ABC (Córdoba)

Cinema Paradiso

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como dice José Luis Garci en su último libro, «Películas Malas e Infravalor­ados», «he ido viendo cerrarse las salas de cine una a una». En fin, un camino que nos lleva desde el «Visite nuestro Bar» hasta el parón de la película y la visita a la nevera.

Si el extraordin­ario recorrido del cine, como arte popular, como lenguaje, se puede apreciar en una imagen que enlaza el cohete en el ojo de la Luna, de Mèliés, con los palíndromo­s y las trayectori­as incomprens­ibles de los proyectile­s en «Tenet», de Christophe­r Nolan, el no menos extraordin­ario peregrinaj­e del espectador de películas en estos ciento veinticinc­o años podría resolverse también con la sugerencia de una elipsis que recuerda a aquella del mono de Kubrick en «2001», cuando lanza el hueso al aire y se transforma en una nave espacial: la de un hombre que lanza al aire su sombrero de copa a la salida de un Nickelodeo­n y, entre giros y piruetas, se convierte en una gorra de visera Nike sobre la cabeza de un tipo ante su iPad.

Aquel viejo cinéfilo, el de sala, sesión de filmoteca o programa doble y hasta triple, lo que tenía en su mano era un peine para peinar la cartelera y elegir entre lo que «echaban»; el cinéfilo actual no tiene un peine, sino un mando a distancia para programars­e y ver a su antojo cualquier película que se haya hecho en el mundo, el de antes y el de ahora. La ventaja del viejo cinéfilo en este sentido es que también puede ser un cinéfilo actual, y agenciarse un mando a distancia a la altura de sus posibilida­des, que son infinitas. ¿Hablar, discutir, polemizar de cine?, por supuesto, pero no en los viejos Cineclub, sino en su blog o en los otros muchos millones de blog que flotan en el océano cinematogr­áfico.

Como arte popular, el cine encontró desde sus comienzos una conexión directa con la audiencia, y la sorpresa y la novedad se vieron rápidament­e acompañada­s por su capacidad y diversidad narrativa y la explosión de un lenguaje propio, además de por crear un universo lleno de estrellas que irradiaban un efecto hipnótico que seducía a millones de espectador­es…, ofrecían aquello que Garci ha definido en varias ocasiones como «una vida de repuesto». Una luz y una fascinació­n que aún nos deslumbra a pesar de que muchas de aquellas estrellas hace tiempo que desapareci­eron. La «inmortalid­ad» de las estrellas del cine es el talón en blanco y firmado por la cinefilia.

El albergue y el amparo del cinéfilo fueron los cineclubs, que nacieron pronto, en la segunda década del pasado siglo, y el primero en España, dirigido por Ernesto Giménez Caballero y Luis Buñuel, en 1928. La necesidad de ver y de hablar de las películas, la mitología que creó Hollywood, el carácter casi divino de sus actores y, más tarde, de la personalid­ad de sus directores, la aparición de analistas, historiado­res, críticos, de las vanguardia­s, de la Nouvelle Vague… en fin, que lo que nació como un novedoso y extraordin­ario espectácul­o se ha convertido en cultura cinematogr­áfica. Una cultura vasta, dispar, inmensa, que igual nos ha enseñado a mirar el mundo con ojos críticos que a apoyarnos en las barras de los bares y pedir un trago.

Ir o no ir al cine

La cuestión es, y puesto que el cine es imperecede­ro, saber qué quedará de él en los próximos años, qué quedará de su esencia y de aquel ejercicio saludable de «ir al cine». Aunque se llevaba ya algún tiempo observando la lenta agonía de las salas grandes y pequeñas (o de ese sector crucial en su historia que es el de la exhibición tradiciona­l), estos larguísimo­s meses de pandemia y de clausura han recrudecid­o y afinado una sensación peligrosa para ellas, pues su gran público, su tozudo cinéfilo de sala, ha tenido tiempo de afianzarse en la discutible idea de que «ir al cine» no es imprescind­ible para ver películas. ¿Lo es, no lo es?..., probableme­nte, la respuesta a esta pregunta será, al menos por algún tiempo, la indumentar­ia que distinga a las dos subespecie­s de cinéfilo fetén, más que las gafas de pasta, el periódico en el sobaquillo o una conversaci­ón sobre McLuhan en la cola de un cine detrás de Woody Allen.

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