LAS ADICCIONES PELIGROSAS
Los presos que salen de la cárcel para hacer campaña prefieren abstraerse en la fantasía emocional que aterrizar en una realidad que los convertiría en los tontos de la historia, en los engañados chivos que expían las culpas de los demás
l terrorismo, las drogas y el nacionalismo, son seductores y peligrosos, porque inclinan a la adicción. También la violación en serie, no me refiero al violador ocasional, sino al que nada más salir de la cárcel, en cuanto se le presenta ocasión, vuelve a delinquir. Una vez atrapado en la adicción, es complicada la reinserción social. Resulta difícil imaginarse a un pistolero, que ha dejado de serlo, solicitar una entrevista de trabajo para ser dependiente en la sección de cosméticos de unos grandes almacenes, donde hace años, es un suponer, puso una bomba. O pensar que el violador en serie va a reinventarse en un predicador de la castidad. O a un secesionista olvidar el odio que le segrega pensar que es ciudadano de un Estado que detesta.
Si fuera sencillo ya existiría una Asociación de Secesionistas Anónimos, similar a la que existe para desengancharse del alcohol: «Me llamo Jordi y soy secesionista». Y, a partir de ese primer paso, el camino hacia la cura. Pero el nacionalismo no tiene cura, lo cual es bueno para los listillos de la cofradía, que viven de ello, se aprovechan o se enriquecen. ¿Creen que el caso de próceres nacionalistas, como los Pujol, dedicados a usar el nacionalismo para amasar dinero, les desanima? De ninguna manera. Si no estuvieran envueltos en la adición, se habrían dado cuenta de que algunos empresarios que dicen simpatizar con ellos, y pagan corruptelas para la causa, pertenecen a las mismas familias que le proporcionaron recibimientos calurosos y medallas de oro a Franco. Los mismos. Sucede en familias de Neguri o, refiriéndonos al asunto de la fotografía, a algunas familias de Pedralbes o del Paseo de Gracia. Es raro que sus miembros se coman el marrón de pasar por la cárcel. Ni con Franco, ni con la Democracia. Se limitan a defender sus intereses, y si ello conlleva tener que abonar comisiones, se abonan, y no tienen tiempo para caer en escrúpulos de si ese dinero irá a la causa o al bolsillo del recaudador.
Los presos que salen para hacer campaña lo saben, pero prefieren abstraerse en la fantasía emocional que aterrizar en una realidad que los convertiría en los tontos contemporáneos de la historia, en los engañados chivos que expían las culpas de los demás. Mientras ayudaban a recaudar el 3 por ciento, o el 5, o el porcentaje que pidiera la circunstancia, ellos se llevan el cien por cien del castigo. Y, cuando se miran al espejo, se ven como protagonistas de una épica que sólo existe en sus mentes, mientras los supervivientes de las emociones, los listos, disfrutan de sus navidades con la familia, gracias a que estos las pasan en la cárcel.
Y están contentos. Y salen de la cárcel para predicar que no se arrepienten, que lo volverán a hacer, y les aplaudirán y les halagarán. Pero cuando concluya el mitin, unos se irán a sus casas y, otros, ellos, se irán a dormir a la prisión, con la adicción renovada y más intensa.
Cuando Carlos despertó aquel 23 de abril de 2007 en la UCI del Hospital Virgen del Rocío de Sevilla, la pena se lo comía. Acababan de salvarle la vida, pero él tenía una tristeza en las entrañas que le estaba consumiendo. Le habían trasplantado un hígado porque el suyo arrastraba una enfermedad genética rarísima que, de no actuar a tiempo, acabaría parándole el corazón a los 40 años. Su padre, que sólo había sido portador y no desarrolló nunca este mal, había muerto sin perdonarse lo que le había dejado en herencia a su hijo. Él no quería pasar por lo mismo. Al abrir los ojos, después de atravesar esa oscuridad que nunca se sabe si tiene vuelta atrás, no pensó en cómo había regateado al destino. Lo único que se le vino a la cabeza fue que no tendría descendencia porque nunca podría permitirse legar su fragilidad a nadie. Y lloró esmorecido aquella noche.
Carlos Arrayás es una de las 57 personas de Valverde del Camino, un pueblo del Andévalo de Huelva famoso por sus botos de piel, que padece la llamada «enfermedad de Andrade», una patología hepática de carácter genético que tiene su origen en Portugal y que sólo han desarrollado las familias procedentes del norte de Oporto. Algunos de aquellos pescadores tripeiros acabaron en Palma de Mallorca y otros en Valverde, los dos focos endémicos que existen de esta misteriosa dolencia neurodegenerativa denominada técnicamente polineuropatía amiloidótica familiar (PAF). Esta es la historia del cromosoma 18. A finales del siglo XV, los habitantes de la costa de Viana do Castelo comenzaron a sufrir lo que entonces llamaban «el mal de los pies», conocido médicamente como «estepach» porque sus primeros síntomas eran unos andares racheados. Arrastraban las plantas y, poco a poco, su cuerpo iba perdiendo funciones psicomotrices hasta desembocar en la muerte, que era lenta y dolorosa.
Durante siglos ningún médico pudo encontrar la explicación de aquel trastorno que sólo se daba en un sitio específico del mundo. Hasta 1952 no hubo respuestas. Las encontró el doctor portugués Mario Corino da Costa de Andrade. Esa es la razón por la que la enfermedad lleva su nombre. Y lo más sorprendente es que aunque el cuadro clínico se desarrolla paralizando principalmente los nervios involuntarios –todo termina en una parada cardíaca– el problema lo genera el hígado, concretamente una proteína, la transtirretina, que por una mutación del cromosoma 18 transforma su gen y lleva hasta las terminaciones nerviosas una sustancia amiloide que provoca una degeneración progresiva a partir de los 30 años con un periodo máximo de desarrollo de la enfermedad de una década. Los valverdeños viven con esa amenaza porque algún portugués trajo la mutación genética hasta el pueblo y, después de tantos años de relaciones cruzadas, cualquiera ahora puede ser portador en este