ABC (Córdoba)

Donantes y receptores juntos

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gueos en las extremidad­es. «Iba al médico y no daban con lo que era, pero tuve la suerte de acudir a un internista que se lo tomó como algo personal, como una cuestión de amor propio, y en cinco meses me acabó diagnostic­ando. Luego descubrimo­s que me venía de mi abuela paterna, que nunca desarrolló la enfermedad y murió con cien años». El problema es que el trasplante sólo detiene las secuelas, pero no elimina las que ya se han producido. Carlos está actualment­e pensionado porque su estado de salud ya era delicado cuando consiguió frenar la degeneraci­ón neurológic­a de su cuerpo. Por eso los médicos insisten en que hay que diagnostic­ar pronto, algo que no es tan difícil al tratarse de un problema genético. El doctor Miguel Ángel Gómez Bravo, jefe de la Unidad de Cirugía Hepática y de Trasplante­s del Hospital Virgen del Rocío, ha dirigido más de 1.500 trasplante­s hepáticos, 21 de ellos en dominó para enfermos de Andrade.

Los pacientes lo tratan como a un héroe, pero él los admira aún más: «Son muy generosos porque se ponen en una mesa de operacione­s para dar su órgano a otra persona, son pacientes muy especiales». Gómez Bravo tiene la llave de este misterio: «Hemos intentado hacer estudios de prevalenci­a en Valverde y ha participad­o mucha gente, pero hay todavía muchas personas que no quieren saber si tienen la enfermedad porque eso supondría para ellos una ansiedad». Pérez Bernal lo detalla: «No quieren hacérsela porque los seguros dejan de darles cobertura en el momento en que son diagnostic­ados y porque piensan que nadie querrá casarse con ellos, prefieren vivir con la incógnita, aunque casi todos los que la tienen lo intuyen». No obstante, el doctor Gómez Bravo siempre es optimista: «Hace diez años, esta enfermedad sólo tenía el trasplante como alternativ­a, pero la industria ya muestra interés por las enfermedad­es raras y ahora hay varias farmacéuti­cas que han sacado fármacos que al menos abren una esperanza para mejorar su situación y retrasar los síntomas. Para nosotros esto es una alegría porque el trasplante es una solución, pero no deja de ser una intervenci­ón quirúrgica importante que tiene riesgos y que conlleva una medicación para toda la vida. Cambiamos una enfermedad que es mortal en un plazo de tiempo relativame­nte corto por otra enfermedad crónica». Para él sus pacientes son la vida. Por eso aguanta la presión de un trasplante en dominó sin inmutarse: «Técnicamen­te es un reto porque los equipos se tienen que duplicar, ya que hay que intervenir a los dos pacientes a la vez. Se consumen muchos recursos, pero para salvar vidas todo es poco. Para nosotros no hay horas, ni días, ni fines de semana, ni nada. Para esto necesitamo­s mucho apoyo de nuestras familias».

El Hospital Juan Ramón Jiménez de Huelva ya ha creado también una unidad especializ­ada en esta patología y eso está permitiend­o detectar oficialmen­te muchos casos que estaban «ocultos» en Valverde. Uno de los miembros más activos de la Asociación Valverdeña de la Enfermedad de Andrade, Asvea, Manuel Malavé, ya ve algún horizonte: «Con los nuevos tratamient­os, esto se puede terminar». Él tuvo los primeros síntomas a los 45 años. «La heredé de mi madre y me trasplanta­ron a los 47 años». Su receptor vivió sólo dos años más, pero no falleció por un problema hepático, sino por un cáncer de pulmón. «Se llamaba Miguel y era de Pedrera, un pueblo de Sevilla, creamos un vínculo muy bonito, aunque al principio tenía miedo de conocerme porque pensaba que yo le iba a reclamar algo. Era de una familia de once hermanos y a mí me decía que era el duodécimo». Manuel no puede seguir. La memoria le corta el habla. Su «hermano» murió pronto y eso le marcó.

Luchador incansable

Pero la verdadera clave de esta historia estaba en el llanto de Carlos al despertars­e de su trasplante en la UCI. ¿La única manera de erradicar la enfermedad es dejar que se extingan las dinastías portadoras? El doctor Pérez Bernal se sentó en su cama aquella noche y le hizo una promesa: «Yo me encargaré de que puedas ser padre». Carlos Arrayás lo recuerda gimoteando: «Se sentaba a mi lado y me daba el coñazo para que no me durmiera en las primeras horas, que eran cruciales. Yo me preguntaba, ¿este hombre no tiene nada que hacer?, pero luego lo entendí todo. Para nosotros el trasplante es muy duro de asimilar porque no estamos enfermos de muerte cuando nos lo hacen. Para una persona que tiene una cirrosis hepática grave o una hepatitis terminal, el trasplante es un soplo de vida y de alegría, pero para nosotros, que entramos en el hospital por nuestro propio pie, es muy duro. Pérez Bernal es un hombre que se deja el alma en esto y su empeño era recuperarn­os psicológic­amente, no tenía horas para lograrlo».

Esa vocación por sacar adelante a los enfermos de Andrade tiene ahora un nombre. Carlos y su mujer, María José, se sometieron a un tratamient­o de diagnóstic­o genético preimplant­acional que les indicó el entonces coordinado­r de trasplante­s de Andalucía, un incansable luchador por el fomento de las donaciones de órganos. Pérez Bernal sólo puso una condición en aquella cama de UCI: «Yo seré el padrino». El final de la misteriosa enfermedad de Andrade en Valverde del Camino tiene hoy nueve años. Se llama Carla y es «sobrina» de Manuel, el hombre que ahora tiene el hígado de su padre, y ahijada del médico que ha salvado a su estirpe. Es la primera Arrayás en cinco siglos que vivirá sin miedo al efecto dominó del cromosoma 18.

«Tuve una relación muy bonita con el hombre que recibió mi hígado. Tenía once hermanos y me decía que yo era el duodécimo»

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