LA CORRUPCIÓN
Para hacerse rico en aquella España, la mejor vía era la política. ¿Es algo sistémico en nosotros? Diría que no
LOS expertos atribuyen la caída del Imperio Romano no a la invasión de los bárbaros, sino al abandono de los romanos de aquellas virtudes que hicieron de un poblacho a orillas del Tíber uno de los hitos de la Historia. A saber, la sobriedad, constancia, diligencia y respeto a las leyes, que esparcirían por su imperio, educando a tribus primitivas hasta darles la ciudadanía romana. Algo que no ha hecho ningún otro imperio.
Lo malo es que los romanos sustituyeron tales virtudes por vicios. Ya no araban con la espada al cinto para defenderse del enemigo. Preferían dejar las tareas penosas a esclavos y encargaban su defensa a «bárbaros», hasta que casi todos sus generales tenían nombre germánicos. Con el gran público contentándose con el «pan y circo». Hasta que llegó el bárbaro de verdad y se los comió crudos.
Algo parecido ocurrió con nuestra Transición. A un país como el nuestro, que tuvo un gran imperio, pero apenas Ilustración y llegó tarde a las revoluciones burguesa e industrial, con guerras de religión (las carlistas) en el siglo XIX, y una tremenda civil en el XX, no se le daban posibilidades de incorporarse a la Europa que emergía bajo el patrocinio norteamericano tras la II Guerra Mundial. Sin embargo, lo consiguió, hablándose de milagro político español, como del económico alemán. Fue un éxito, incluso con imitadores: la Perestroika de Gorbachov, por ejemplo. Pero hubo también errores, que se agrandan conforme pasaba el tiempo. El primero, dar a los partidos, prohibidos por Franco, el poder ejecutivo, legislativo y parte del judicial. Y si el poder corrompe, el poder casi absoluto corrompe casi absolutamente. Para hacerse rico en aquella España, la mejor vía era la política. Dos ejemplos: la concejalía de vivienda en los ayuntamientos era una mina de oro. Y se decidió gravar el 55 por ciento a quienes ganaban más de once millones de pesetas al año, dejando en esa cifra el sueldo de los ministros, aparte de las ventajas tanto personales como del cargo. Quevedo ya las enumeró en su «Memorial al Rey».
¿Es algo sistémico en nosotros? Diría que no, aunque temo equivocarme. Pero lo atribuyo al desconocimiento de lo que es la democracia. Solemos confundirla con su ritual, elecciones, libertad, cámaras y, sobre todo, derechos. Cuando es, ante todo, deberes, de los que nunca hablamos y, de poder, no cumplimos. Sin que esté mal visto. Tanto el pícaro como el bandido generoso son personajes populares. Sin ser precisamente sociales. Vean a Bárcenas. Su última salida es que negoció con dos personajes próximos al nuevo PP enterrar el hacha de guerra. ¿No es eso ya delito? Dicen que la mentira tiene las patas cortas. Las de Bárcenas ni siquiera tienen patas. Sólo cara.