Es una injusticia que no le dieran el premio Velázquez
vivió Feito en Canadá, país donde había estado por vez primera con motivo de su retrospectiva de 1968 en el Musée d’Art Contemporain de Montreal, en el precioso catálogo de la cual sus abstracciones, entonces más vibrantes y solares, dialogaban con fotografías del paisaje castellano o de la fiesta nacional. Luego vendría, siempre durante los ochenta, una etapa neoyorquina, más fría, en que se renueva su interés por la geometría, incluida su variante minimalista. Magnífico ejemplo de ese segmento de su producción lo constituye el cuadro grave que donó en 1998 al museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando con motivo de su ingreso en la misma, con un discurso, «Notas sobre un itinerario», al que contestó su colega Gustavo Torner.
Próximo a poetas como Juan Eduardo Cirlot, Manuel Conde, Carlos Edmundo de Ory o Severo Sarduy, Feito, de nuevo madrileño a partir de los noventa, apostó, en su periodo final, por el rojo y por el negro y por lo caligráfico, firmando la mayoría de sus obras, muchas de ellas sobre papel, con un sello a la japonesa, como un guiño a su interés por lo zen.
En 2003 ilustró una edición municipal de bibliofilia de «Fin de un amor», de Manuel Altolaguirre. Para Estampa puso imágenes a «Rojo» y «Negro» (2007 ambos), de Rafael Alberti; al «Discurso de la dignidad del hombre» (2009), de Picco della Mirandola; o a «Nueve sonetos» (2012), del brasileño Lêdo Ivo.
También se acercó, en una suite que acompaña un ejemplar de la prínceps del «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías», al universo poético de Federico García Lorca. Entre las revisiones de su obra, mencionar su gran retrospectiva de 2002 en el Reina Sofía, o su itinerante de 2008 con Seacex. No olvidemos tampoco la Medalla de Oro de las Bellas Artes, que obtuvo en 1998, ni premios como el de Bellas Artes de la Comunidad de Madrid de 2004, el Francisco Tomás Prieto de 2005, o el Nacional de Arte Gráfico de 2018.
ANTONIO CÁTEDRA
Luis era, es, y lo será siempre, un ser humano y un artista irrepetible; una buena persona, con mucho genio y carácter, como todo buen artista. Supo crear un sello propio en el arte: cuando ves una obra de Luis Feito, sabes enseguida que es suya. Yo he sido una de las poquísimas personas que le he visto trabajando en su estudio. En ocasiones le gustaba pintar en silencio; otras veces ponía música. Le gustaba la música clásica, la zarzuela y la copla. Admirador de Velázquez, Goya, Gris y Sorolla, era un hombre cultísimo, sabía de todo. También era un excelente conversador. Yo le decía en broma que tenía que haber sido locutor.
Como artista, creo que no se le ha reconocido en España tanto como en el extranjero. Se ha muerto sin que le hayan concedido el premio Velázquez. Pienso que es una injusticia. Yo se lo decía a él. Y él me respondía: «Ya se darán cuenta cuando no esté». Pero no echaba leña al fuego. Francia, donde vivió durante treinta años, le reconoció en 1993 como Comendador de la Orden de las Artes y las Letras. Me parece que solo otro español, Dalí, lo tiene. Creo que haber sido fundador y miembro del Grupo El Paso le sirvió en sus comienzos, pero también fue un hándicap para él, porque cuando pensaban darle un premio creían que debían dárselo a todos los miembros.
Aunque vivió muchos años fuera de España (París, Nueva York, Montreal), siempre se sintió muy español. Expuso en la Bienal de Venecia en el 60 (obtuvo el premio David Bright) y en museos como el MoMA de Nueva York. Trabajó casi hasta el último momento de su vida. En enero estuvo haciendo unos dibujos preciosos, pequeñitos. Hacía tiempo que no pintaba porque le costaba mucho esfuerzo, caía rendido. Me decía: «No puedo, Antonio». Los últimos lienzos que pintó fueron dos trípticos para la exposición «Luis Feito. Pintura y Dibujo 2002-2018», que tuvo lugar en el Palacio de Sástago de Zaragoza en 2018 y de la que yo fui comisario. Fue como una continuación de la retrospectiva que le dedicó en 2002 el Reina Sofía. Creo que este museo no le ha tratado como merece. Le pregunté a su director, Manuel Borja-Villel, por qué no se hacía otra exposición. Me decía: «Sí, ya te llamaré». Todavía estoy esperando a que me llame. Luis tenía esa espinita clavada. Le hubiera gustado ver expuesto en el Reina Sofía su trabajo de 2002 a 2018. Su obra tiene muchísima fuerza. El tiempo dirá y hará justicia.
do. Son temas que tienen en común la película y esta serie, sí.
—Habla continuamente sobre películas, pero el coronavirus parece haber acelerado los cambios. ¿Hay futuro en las salas de cine?
—Espero hacer películas que vuelvan a la pantalla grande. De hecho, quiero dirigir un wéstern y me gustaría que la gente lo viera en un cine. Siempre he disfrutado de la experiencia de la pantalla grande, así que espero, como muchos, que eso vuelva a suceder.
—La serie presenta la mala situación que se vive en algunas reservas indias. ¿Cree que el ataque a estatuas de conquistadores españoles y otros personajes históricos está relacionado con la indignación de los nativos?
—Creo que nuestros nativos americanos nunca se han recuperado por completo del apetito imperialista que tenían nuestros antepasados europeos cuando aterrizaron aquí, y siguieron llegando y expandiéndose. Realmente no nos preocupamos por ellos y, en muchos casos, los eliminamos. Y los que han logrado aguantar, nunca han encontrado realmente su equilibrio. Es una lástima, de verdad.
—En la serie se muestran realidades irreconciliables: el choque entre lo rural y lo urbanita, entre las reservas y los ganaderos... ¿Es EE.UU. una sociedad más fracturada después de la era Trump?
—Estados Unidos se compone de grandes espacios abiertos y hay una mentalidad diferente entre las personas que están dispuestas a vivir en una ciudad frente a las que quieren vivir en grandes espacios abiertos y cultivando su propia comida.