Descubierto y fusilado.
muerte de mis compañeros». El escritor inglés había servido en el MI6, el servicio británico de espionaje, y consideraba que Philby había sido desleal a su patria. Pero el doble agente, que había desertado en Beirut y reaparecido en Moscú en enero de 1963, no se consideró nunca un traidor, sino un hombre fiel a sus convicciones. «Mi verdadera patria es la Unión Soviética, para la que siempre he trabajado. No he traicionado a nadie», dijo.
Philby pasó los últimos años de su vida en Moscú tras ser ascendido a coronel del KGB y condecorado como un héroe. Pero nunca se adaptó a la vida en la capital soviética. Seguía leyendo ‘The Times’ y mantenía viva su pasión por el cricket y la ginebra inglesa. Murió en 1988 cuando ya era una leyenda.
Probablemente ningún espía ha hecho tanto daño a su país como Philby, que llegó a ser el responsable de la sección IX del MI6 tras el final de la II Guerra Mundial, desde donde controlaba las operaciones de espionaje en la Unión Soviética. La fe de sus jefes era tal que no dieron crédito a algunas filtraciones que le atribuían estar al servicio de los soviéticos. No sólo no lo pusieron en cuarentena, sino que le enviaron como delegado del MI6 a Washington. Logró ganarse la confianza de James Jesus Angleton, el responsable del contraespionaje de la CIA, un paranoico de la seguridad que veía espías en todos los sitios, que le invitaba a cenar a su casa con frecuencia.
Philby no era el único que trabajaba para el KGB en esa época. Cuatro compañeros y amigos suyos pasaban secretos militares y diplomáticos al espionaje soviético. Eran
Guy Burgess, Donald Maclean, Anthony Blunt y John Cairncross, llamado ‘el quinto hombre’ porque su identidad no se reveló hasta los años 90. Todos ellos microfilmaban los documentos a los que tenían acceso en el MI6, el Foreign Office u otros ministerios de los que eran altos funcionarios.
Habían sido reclutados cuando estudiaban en Cambridge en los años 30. Philby había trabajado como corresponsal de ‘The Times’ en la Guerra Civil española, una tapadera tan perfecta que el propio Franco le condecoró por sus servicios a la causa nacional. También es curioso el caso de Blunt, un crítico homosexual y experto en pintura del barroco que supervisaba la pinacoteca de la Reina. Siguió haciéndolo durante muchos años tras ser descubierto porque el Gobierno británico prefería evitar el escándalo.
Estos cinco espías que luego fueron conocidos como ‘El Círculo de Cambridge’ ejemplifican el dilema moral de unos intelectuales que optaron por ser más leales a sus ideas comunistas que a su patria. Todos habían nacido en el seno de familias acomodadas y todos habían recibido una educación de élite. Pero fueron deslumbrados por una ideología que prometía el paraíso en la tierra. Resulta una paradoja que no fueran conscientes de que servían a un régimen como el de Stalin, que no dudó en aplicar una cruel represión para conseguir sus objetivos.
En la década de los 30, el choque entre el totalitarismo de uno u otro signo y las democracias parlamentarias hacía presagiar un estallido de la violencia. Era evidente a partir de 1933 que Hitler se estaba preparando para la guerra. Y en ese mundo polarizado, personajes como Philby y sus compañeros se sentían obligados a elegir. Creyeron que el comunismo era el futuro y que las democracias parlamentarias estaban corrompidas por el dinero y los privilegios de la clase dirigente. La historia ha puesto en evidencia el inmenso error que cometieron, pero en esos años había que optar entre el bien y el mal, entre el blanco y el negro, y no había lugar para la neutralidad. Casi ninguno de ellos habría corrido esos enormes riesgos si hubiera sabido entonces que el comunismo desaparecería del mapa, dejando un siniestro balance de represión, miseria y falta de libertad.
Un confidente delató a Richard Sorge (en la imagen, su pase de prensa en Japón), que había avisado a Stalin de la invasión alemana
Todos los miembros del círculo de Cambridge arruinaron sus vidas y tuvieron un triste final. Como Philby, Burgess y Maclean acabaron sus días en Moscú, donde murieron deprimidos y decepcionados. Pero no fue el caso de George Blake, el último superviviente de la Guerra Fría, que falleció en Moscú el pasado 26 de diciembre. Había sido enrolado en las filas del KGB en su juventud por un tío suyo, que era dirigente del Partido Comunista de Egipto, donde había vivido en su juventud. Blake mantuvo su fe intacta en la causa mientras iba ascendiendo peldaños en el MI6. En los años 50, fue destinado a Berlín.
Allí avisó a los soviéticos de que los aliados estaban construyendo un túnel para interceptar sus comunicaciones. Su chivatazo significó el final de un proyecto en el que la CIA había invertido cuantiosos recursos. Fue detenido y condenado a 42 años de cárcel, la mayor pena jamás impuesta en Reino Unido a un espía, pero en 1966 se fugó de la prisión de Wormwood, ayudado por militantes del IRA. Nadie se explica cómo Blake se evadió de una cárcel de alta seguridad, pero el hecho es que logró llegar a la URSS, donde fue distinguido con la orden de Lenin y se le trató como un héroe. Sobrevivió en Moscú durante más de medio siglo en una confortable dacha con la que se le reconocieron sus servicios. Nunca albergó dudas de que estaba haciendo lo correcto.
Un alto precio
La contrafigura de George Blake podría ser Oleg Penkovski, un coronel del GRU, la inteligencia militar soviética, que pagó un alto precio por espiar para la CIA. Fue detenido en 1962 y torturado durante meses. Finalmente le ejecutaron por un método brutal: le ataron a una tabla y le fueron introduciendo lentamente en un horno. Tardó muchas horas en morir. Penkovski nunca traicionó a su país por dinero ni por ambición. Había servido en Ankara y se sentía muy decepcionado por el fariseísmo de la nomenklatura, que gozaba de enormes privilegios mientras los ciudadanos pasaban penalidades. Tras una carrera meteórica, empezó a colaborar con la CIA y el MI6, suministrando valiosa información de los planes militares del Ejército Rojo.
Labró su perdición al pasar decenas de planos y fotografías de los emplazamientos de los misiles soviéticos en Cuba, aportando una prueba irrebatible a la Administración Kennedy. Durante algunos días, Estados Unidos y la Unión Soviética, que se negó a retirarlos, estuvieron al borde de la guerra. Pero finalmente Kruschev cedió. El KGB ya sospechaba de él y, poco tiempo después, desapareció sin que nadie volviera a tener noticias. Hoy sabemos por sus excompañeros que la organización decidió castigarle con una muerte terrible para que todos tomaran nota del castigo que esperaba a los traidores.
A Oleg Gordievski le aguardaba un destino similar si no fuera porque huyó de Moscú en 1985 cuando el KGB había dado orden de detenerlo. Era miembro de una familia de chekistas y también había ejercido altas responsabilidades en el KGB. Durante varios años había sido el jefe de operaciones en Gran Bretaña bajo camuflaje diplomático. Y asistía regularmente a las reuniones del comité de dirección, lo que le permitía el acceso a valiosa información interna. Gordievski había pasado a los aliados una cantidad ingente de documentos e informes confidenciales. Algunos de ellos demostraban que Andropov estaba convencido de que la OTAN preparaba un ataque nuclear contra la URSS, lo que alimentaba la paranoia del bloque comunista contra Occidente.
Tuvo mucha suerte porque un día, al