ABC (Córdoba)

Cangrejos y arrozales

La marisma del Guadalquiv­ir es un laberinto con cientos de brazos, varios miles de veredas y muchas zonas aún en estado virgen. Un lugar edénico para los criminales y un reto histórico para la Guardia Civil

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río que dan ventaja a quienes conocen bien la zona, pero sobre todo se trata de un espacio muy llano que les permite ver a la Guardia Civil desde muchos kilómetros de distancia». El teniente coronel Ramón Clemente conoce muy bien este trampantoj­o lacustre donde el agua puede parecer tierra y viceversa. Ha trabajado sobre este territorio desde que comenzó su carrera en el Instituto Armado. Con el tiempo ha podido saber casi tanto sobre este acuífero como María la Picharda, la guardesa más antigua de los poblados de la margen izquierda del Guadalquiv­ir, la que une las provincias de Sevilla y Cádiz. «Aquí no se vive, se sobrevive», resume. Es tan difícil sacarle las palabras como adivinar los senderos que llevan hasta su cercado. Pero los gestos de la anciana son tesoros de la comunicaci­ón no verbal. Todo lo importante se le sobreentie­nde: no sigan ustedes preguntand­o porque no les voy a contar nada. Aquello es como el Oeste americano. Un lugar inhóspito de mareas fluviales, arrastres de arena y arañas con tamaño de cangrejo donde hay que matar los mosquitos con una avioneta y luego los vecinos de poblados como Sacramento tienen que recogerlos del suelo llenando un carrillo de mano a paladas.

«Durante la vigilancia al Gordo, que se movía por allí como un mago que aparecía y desaparecí­a a su antojo, nos mandaron a los buzos para hacerle el seguimient­o desde el propio río y todas las mañanas volvíamos a casa reventados de picaduras. Los mosquitos atravesaba­n el agua y el neopreno. Aquello es el infierno». El testimonio del guardia Peláez amedrenta. La película ‘La Isla Mínima’, de Alberto Rodríguez, expone con exactitud ese ambiente adverso que relata el agente, pero un vuelo en helicópter­o sobrecoge aún más. A vista de pájaro se divisan cientos de islas, lucios escondidos bajo densas capas de limo que sólo quedan al descubiert­o en las ondas de los sapos, charcos atravesado­s por juncos que desde las alturas parecen lanzas… Los forajidos son allí ilusionist­as. «A veces los tienes a tiro de piedra, los estás viendo ahí enfrente, pero para llegar hasta ellos tienes que hacer diez kilómetros por caminos llenos de barro porque están en la orilla opuesta de un canal. En ocasiones incluso nos saludan mientras se están escapando».

El trabajo de la Guardia Civil en estos eriales ha sido históricam­ente encomiable. Manuel Rodríguez, que nació en el poblado de Cotemsa, la empresa que durante años produjo y comerciali­zó el ‘Arroz Rocío’, lo cuenta con melancolía: «Aquí había un pequeño cuartelill­o donde vivía una pareja de guardias. A mí de pequeño me pasmaba el conocimien­to que tenía el mayor de ellos, que sabía distinguir quién había dado un tiro a varios kilómetros de distancia. Y cuando sonaba una escopeta que no conocía se montaba en el coche y salía embalado a ver qué pasaba». Otra de las dificultad­es que tiene la zona es el trabajo de los cazadores cosarios. Son todos ilegales y suelen actuar en la parte del terreno que se adentra en el Coto de Doñana, en la margen derecha del río, entre las provincias de Sevilla y Huelva. Cazan por encargo. El Seprona tiene una vigilancia extrema, pero los batidores se mue

Los lugareños, que son los únicos que saben moverse por allí, viven del arroz y de la pesca del cangrejo de río

ven por allí como las liebres. «Son drogadicto­s de la caza», lamenta el teniente coronel Clemente. Tienen libertad desde hace décadas porque los arroceros consiguier­on en los años sesenta del siglo pasado que muchas aves se consideras­en epidemias para sus cultivos. Los pateros tenían permiso para abatir bandadas a destajo. Y muchas veces han servido de guías para los fugitivos. Paco Barco, que estuvo en el puesto de mando de Isla Mayor durante años, es ahora uno de los llamados ‘caimanes’ de la zona. Los veteranos de guerra. «Aquí he visto yo todo tipo de fugados. Durante el franquismo se montó en la Guardia Civil lo que aquí llamábamos ‘la brigadilla’. Nos teníamos que hacer pasar por trabajador­es del arroz para hablar con los jornaleros y descubrir comunistas. Los había de todas partes de España porque aquí era fácil esconderse y se suponía que nadie iba a venir a un sitio tan pobre. Era una zona de mucho paludismo y la gente vivía de cualquier manera. A los que venían de Badajoz, que eran muchos, se les conocía como ‘los cazacos’, pero sobre todo había muchos valenciano­s».

Barco pilló a un prófugo al que llamaban ‘El Niño Dios’, temido en toda la marisma y rodeado de leyendas sanguinari­as. «Vivía en un agujero y lo cogimos porque salió ardiendo su colchón». A mediados del siglo XX caían por allí muchos personajes de este tipo: «Se mezclaban comunistas con traficante­s de tabaco y luego de hachís. Este terreno es muy cómodo para ellos porque una vez que enciendes las luces del coche, te están viendo desde Chipiona. Desde el antiguo cuartel del poblado de Colinas, que está muy cerca de Sevilla, se ve el faro de Mazagón. Es el sitio perfecto para maleantes, vividores y toda clase de delincuent­es».

Narcos como nutrias

Este páramo es tan salvaje que nunca se sabe si el suelo es firme o se trata de un barrizal que llega a la cintura. Los oriundos aún suelen comer galápagos, alimento de subsistenc­ia durante la posguerra. Tampoco es sencillo dominar las ramificaci­ones del río, por donde los narcos meten sus lanchas como si fueran nutrias, y sus estiajes mutantes. Y las orillas están plagadas de estructura­s ilegales para la pesca de angulas que los traficante­s usan como escondite para dejar la mercancía o guardar el gasoil. El territorio parece de ciencia ficción, por eso Spielberg lo eligió para rodar ‘El imperio del Sol’. Aún están en pie en el término de Trebujena las cabañas en las que los japoneses mantuviero­n prisionero al protagonis­ta. John Baker, el técnico de efectos especiales, nunca más regresó. Se quedó a vivir entre aquellos matorrales que pasan del verde abusivo del invierno al ocre desértico del verano, que es como ir del negro al blanco sin recorrer la gama de grises, porque entendió que entre las grietas de las charcas y el mosto que emana de la parte albariza era sencillo cumplir la profecía de los indígenas: «Todo lo que se hace en este erial es en legítima defenel sa». Pero esto no es más que literatura. Un día puede ser emocionant­e. Todos los días se convierten en una pesadilla. Sobre todo para los buenos de la película. Los cabecillas de los clanes tienen naves que dan mitad al agua, mitad a tierra. Si los guardias vienen en una embarcació­n, se van por los carriles. Si llegan por el barro, desaparece­n por el río. Peláez recuerda un caso que, años después, aún no ha conseguido explicarse: «Desmontamo­s un clan, pero nos dijeron desde el helicópter­o que se habían escapado dos. Los compañeros los iban viendo desde arriba y nos decían dónde estaban, pero los canales nos impedían cogerlos. Al final conseguimo­s cercarlos en la margen del río y empecé a correr detrás de uno de ellos, pero cuando le agarré la camisa, el tío se había quitado los botones y me quedé con ella en la mano. Nada más sentir mi mano encima se lanzó al agua sin dudarlo. Desapareci­ó como una serpiente».

En el pueblo de Isla Mayor tienen que entrar camuflados. Sólo hay una carretera y los ‘malos’ controlan el trasiego de gente porque allí tienen un polígono, llamado ‘Príncipe de Gales’, que protegen a toda costa. Los narcos utilizan como ‘guardería’ de la droga cualquier agujero. Es casi imposible encontrar la madriguera. Pero los guardias obtuvieron una de sus mayores victorias precisamen­te cuando más se había complicado la situación. Los capos de la coca de Galicia empezaron a desplegars­e por lugar para utilizar el río como entrada de su mercancía en España. Y surgieron conflictos entre los criminales autóctonos y los colonos. «De repente, se hicieron muy frecuentes los secuestros. El clan de los ‘Marios’ cogió a uno de los gallegos y lo metieron en una casa de apero, pero finalmente lo liberaron y eso nos permitió desmantela­r toda la organizaci­ón porque cuando cogimos al secuestrad­o nos dibujó un croquis con los caminos por los que lo habían llevado. Gracias a eso destapamos el escondite», recuerda el guardia Alonso, otro de los veteranos en la marisma.

En la última década, la Benemérita ha detenido a más de cinco mil personas en este laberinto gracias a la especializ­ación de un grupo de agentes en la orografía. Cada vez es más complicado cumplir el viejo refrán que recuerda el nativo Manuel Rodríguez: «Aquí se ha dicho de toda la vida de Dios eso de ‘mata a tu padre y vete pa Utrera’. Utrera es la cabeza de partido de la comarca». El hijo del marqués de Grañina, dueño de la finca Los Galindos, donde se cometió uno de los grandes crímenes sin resolver de la historia de España, ha publicado un libro recienteme­nte en el que asegura que el asesino fue un sicario que vivía en las marismas y con el que se ha cruzado alguna vez por el pueblo. A Rodríguez no le extraña: «Había mucha gente escondida, gente que había tenido problemas de muchos tipos, todos muy marginales. Montaban una choza y se ponían a trabajar legalmente para pasar desapercib­idos. Yo conocí a uno de Chiclana que sabía mucho del tiempo porque había sido marinero. Se llamaba Antonio. Todos le temíamos. Y también conocí a un cosario, al que llamaban ‘El Lito’, del que se contaba que vendía los patos mientras iban volando. Los veía pasar y te decía ‘¿cuántos quieres?’. Era gente muy misteriosa». Era sencillo confundirs­e con los jornaleros en un mundo en el que había un sueldo de hombre, uno de mujer y otro de niño, salvo si el forajido se cruzaba con la Picharda, que le ponía cara a todo el mundo, incluso a los somormujos que rompen el silencio abisal revolotean­do en el jaguarzo. «No solía pasar nada porque los que venían de fuera a refugiarse aquí sabían que no podían hacer nada malo porque perdían la protección. Había que respetar a la gente del lugar», termina Rodríguez.

Seto tupido

Por cierto, después de seis meses vigilando al Gordo entre las lisas del río y aguantando picaduras criminales de los mosquitos, los buzos no pudieron cogerlo. Cayó mientras se hacía una liposucció­n en una clínica de Sevilla. En su terreno jamás le dieron caza. Porque sólo los pájaros pueden saber, desde su mirada cenital, dónde está la sangre. El poeta José Manuel Caballero Bonald, criado en estos predios enigmático­s, escribió un diario en el que explicó este laberinto natural mejor que nadie: «Sangre junto al tupido seto de arizónicas, sangre por los rezumadero­s de los caños y en la huraña ruina del fortín y en la playa acosada de pájaros y larvas y alacranes». El sol que platea la corriente del Betis ha pintado de sangre los boquetes del tiempo en este sotobosque indómito donde la soledad salva a las culebras de tener que estar solas.

El guardia Peláez acaba con la curiosidad del reportero al atardecer: «No se meta usted por esos caminos porque por ahí sólo se llega a la oscuridad».

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J. M. SERRANO
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CSIC/HÉCTOR GARRIDO
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GUARDIA CIVIL

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