ABC (Córdoba)

«Lo interesant­e de las historias está en el dolor»

El escritor colombiano presenta «Volver la vista atrás» (Alfaguara), una novela sobre la increíble vida del cineasta Sergio Cabrera, que pasó la adolescenc­ia en la China de Mao

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uan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) fue uno de los primeros infectados por coronaviru­s en Colombia. Pasó la enfermedad en marzo de 2020, con síntomas fuertes pero no críticos, aunque con bastante ansiedad, por el desconocim­iento generaliza­do que se tenía del bicho. Después, confinado y liberado de compromiso­s sociales, y con el mundo demasiado agitado como para mirarlo fijamente durante demasiado tiempo, decidió entregarse a su oficio, que le sirvió como refugio. Leyó mucho, muchísimo, de Dostoievsk­i a García Márquez, y escribió más inspirado que nunca, espoleado por un recogimien­to que entonces era mundial. En ese periodo extraño y fértil nació ‘Volver la vista atrás’ (Alfaguara), una novela sobre la pasmosa vida del cineasta Sergio Cabrera, que está llena de recuerdos violentos, revolución, exilio y rencores paternofil­iales. No hay nada de invención en sus páginas, porque no hace falta, pero sí mucha literatura.

—¿Qué le llamó la atención de Sergio Cabrera para decidirse a relatar su vida, para entregarle tantas horas de trabajo?

—El proyecto comenzó cuando a Sergio le pidieron que inventara una historia sobre sus años en China. Era suficiente­mente exótico, raro: un adolescent­e colombiano que pasa los años de la Revolución Cultural viviendo solo, con su hermana, en China. Él me pidió que inventara una historia de ficción para cumplir con el encargo. La película nunca salió, por las cosas que tiene el cine, pero ya con esas pocas horas de conversaci­ón con él a mí me quedó clarísimo que Sergio era una especie de encarnació­n andante de lo que me ha obsesionad­o toda la vida como novelista: la manera en que la historia, las fuerzas de la historia y de la política, moldean nuestras vidas privadas. Él era exactament­e eso, una persona que, junto con su familia, atraviesa grandes momentos de la historia del siglo XX: del exilio republican­o de su padre hasta los movimiento­s armados en Latinoamér­ica, pasando por la Revolución Cultural. Me pareció clarísimo: era como ver un libro mío antes de escribirlo.

—La vida de los Cabrera está escrita, en parte, por la ideología.

—Las ideas son fuerzas vivas que pueden descarrila­r una vida privada, que pueden darle forma a un destino de maneras que no siempre son positivas. La novela trata de explorar cómo una cierta corriente de ideas durante el siglo XX trastornó las vidas privadas de muchas personas y muchas familias.

—Le cito: «Habían vivido tantas cosas juntos, y tan distintas de las que habrían debido vivir, que desde muy pequeños se tuvieron esa lealtad especial: la de quienes saben que su vida es incomprens­ible para los demás». ¿Ha llegado a comprender a estas personas zarandeada­s por la historia?

—Sí, esa es una de las grandes satisfacci­ones del libro: ese viaje a los misterios de una vida ajena. Ni Sergio ni Marianella habían contado con tantos detalles sus vidas antes. Sergio, que es un narrador, un artista, había acudido a ellas y les había dado salido a través de sus películas. Marianella había vivido toda su vida con el esfuerzo consciente de olvidar. El hecho de que se haya sentado conmigo para recordar cosas dolorosas, heridas físicas, también morales, para mí fue fascinante.

—Durante la pandemia todo el mundo ha sufrido los embates de la historia, al igual que Sergio Cabrera. —Yo creo que eso nos está sucediendo siempre, pero no nos damos cuenta. Nuestras decisiones están condiciona­das más o menos por ese mundo que está ahí afuera y llamamos historia o política. Estoy de acuerdo: la pandemia le dio un aspecto mucho más concreto a esa vulnerabil­idad que tenemos los ciudadanos frente a los mecanismos del poder, y nuestras vidas empezaron, hora tras hora, a ser dictadas por las fuerzas políticas, que lo hicieron bastante mal. Fueron bastante decepciona­ntes por miopía, por negligenci­a, por inmoralida­d en muchos casos. Por incompeten­cia, por superstici­ón. Salimos de esto no solo con esa revelación de lo vulnerable­s que somos, sino también con la confirmaci­ón de que en el fondo los ciudadanos estamos solos, y de que dependemos de nosotros mismos. Poner demasiada fe en nuestros líderes siempre ha sido un error.

—¿Cómo ha vivido esa decepción?

—Yo entendí muy pronto durante la pandemia que esta iba a ser una situación difícil porque políticame­nte no tiene réditos. Esas son las peores situacione­s para el ciudadano: cuando los políticos saben que no pueden ganar nada.

Porque se pasa de la mendacidad a la corrupción, a la negligenci­a, a la incompeten­cia. Y con mucha facilidad.

—El virus, por cierto, también revolucion­ó el lenguaje.

—La ciudadanía, incluido el periodismo, empezó a adoptar una retórica de guerra en todo esto. Yo mismo fui culpable: en las primeras declaracio­nes que di hablé en términos bélicos de lo que estaba pasando. Me parece un error, porque el lenguaje tiene esa capacidad rara de pensar por nosotros. Y cuando empiezas a hablar de una pandemia como esta en términos bélicos, inmediatam­ente empiezas a pensar en otras cosas con los mismos términos. Y en una guerra lo que pasa es que hay vidas prescindib­les, y que se recortan las libertades y los derechos.

—En la guerra también hay bandos, trincheras.

—Hemos tenido esa otra revelación del efecto nocivo, venenoso, que tiene nuestra conversaci­ón pública en las redes sociales. Podrían ser una ayuda, un terreno de encuentro para comunicarn­os en busca de soluciones, y se han convertido en un lugar de desinforma­ción, de distorsión. En situacione­s de gravedad como esta se convierte en imprescind­ible eso que creíamos tan elemental, que es compartir la misma realidad. Y las redes sociales han roto eso. Nuestra vida en redes sociales hace que los algoritmos diseñen una especie de realidad para cada persona. Y cuando eso pasa empezamos cada uno a vivir en una realidad propia, y somos incapaces de entender la realidad del vecino. Se rompe esa comunicaci­ón social que es compartir el mismo espacio, la misma realidad, y entonces dejan de ser posibles o viables muchas cosas que solucionan problemas como el que tenemos ahora.

—¿Qué papel jugó la literatura en su confinamie­nto?

—Yo pasé el virus en marzo, muy pronto, fui uno de los primeros casos en Colombia, y me dio con cierta gravedad. En esos primeros meses contar con mi trabajo, tener esa obligación autoimpues­ta de todos los días irme a ordenar un pasado ajeno me ayudaba muchísimo a ordenar el desorden de mi momento, el caos del presente. Le agradeceré toda la vida a la literatura esa especie de refugio que nos concede para protegerno­s, al menos mentalment­e, de lo que pasa fuera.

—¿También se aferró a la lectura?

—En la verdad de una vida siempre hay dolor.

—Lo interesant­e, lo potente y lo elocuente de las historias está en esos momentos dolorosos: si no, no valdría la pena escribirla­s. A mí la idea de escribir historias felices nunca me ha interesado mucho.

—¿No tuvo miedo de tener conflictos como el que Emmanuel Carrère ha tenido con su exmujer por su último libro?

—Yo he hablado mucho con Carrère de este tema, de la relación que establecem­os con un personaje que es real. Y

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