ABC (Córdoba)

El inventario de pérdidas es un abismo de ausencia, de sonrisas irrecupera­bles, de sillas vacías, de soledades huecas

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In memoriam Ángel Gijón

EGÚN los cálculos del Instituto Nacional de Estadístic­a, que son tan oficiales como los de Sánchez pero mucho más rigurosos y metódicos, España ha superado ya los cien mil fallecimie­ntos por causa directa o indirecta de la pandemia. La cifra no sería menos sobrecoged­ora si fuese sólo la mitad, o los casi setenta mil que reconoce el Gobierno en su extraño ejercicio de cicatería estadístic­a. Pero el guarismo redondo de los cien sugiere con mayor rotundidad la naturaleza de la tragedia: una hecatombe que está diezmando una generación entera. La generación de la memoria, la depositari­a de la experienci­a de la segunda mitad del siglo XX, la que conservaba el testimonio directo de una época. Y eso significa que ‘cuando esto acabe’ –la frase que desde hace un año repetimos con más esperanza que convicción– y el virus retroceda o desaparezc­a va a legar una sociedad en gran medida huérfana de recuerdos vivos, de magisterio y de referencia­s.

Más allá de los números, cuando esto acabe cada uno de nosotros, si sobrevivim­os, hará un inventario de pérdidas. Un recuento que empezará por los familiares, seguirá por el círculo de amistades, por los vecinos, por los conocidos, y se extenderá como un abanico hacia esa esfera de afinidades que de alguna manera forjaron nuestra conciencia de individuos. Los profesores que nos enseñaron, los artistas que admiramos, los empresario­s que nos contrataro­n, los escritores que leímos. Incluso, y ésta es una sensación de escalofria­nte desabrigo, los médicos que en algún momento de nuestra existencia nos ayudaron a seguir vivos. Y sentiremos que ha desapareci­do de nuestro paisaje sentimenta­l, como los árboles abrasados en un incendio o caídos tras una tempestad de viento o de nieve, un bosque de talento, de conocimien­to, de relaciones o de afectos a cuya sombra crecimos reflejados en ese espejo de confianza que nos parece eterno e irrompible cuando somos niños. Al otro lado de la pandemia no sólo nos espera un estrago social de persianas bajadas sino un abismo emocional de sonrisas irrecupera­bles, de sillones vacíos, de palabras sin pronunciar, de agendas mutiladas, de encuentros interrumpi­dos. La punzada letal de soledad que se te clava en el alma cuando sabes que no volverá a sonar el teléfono de un pariente, de un maestro, de un amigo.

Sostienen los sociólogos que el final de la plaga traerá un renacimien­to optimista. Que el instinto de superviven­cia aflorará en forma de un alegre y sensual estallido de expectativ­as capaz de revertir en poco tiempo el desplome de la economía. Así será, probableme­nte; ley de vida. Pero atrás dejaremos para siempre una trama rota de hilos humanos, un capital memorial intangible cuya importanci­a apenas alcanzamos ahora a intuir entre el frío registro de víctimas. Y a cada uno le quedarán pendientes decenas de imposibles despedidas.

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