Historia, memoria, olvido
FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA «Más de ochenta años después los voceros de una amenazante memoria democrática limitan sus lecturas de aquel tiempo a su conveniencia ideológica. Iglesias Turrión afirmó en un reciente Pleno que los comunistas
EL pasado día 17 Rafael Mendizábal Allende publicó ‘Paz, piedad, perdón’, notable Tercera sobre una página olvidada de la memoria histórica. Hoy insisto en la necesaria recuperación de una Historia lamentablemente deformada. Cierta izquierda presenta la Segunda República como un régimen idílico contra el que se levantó el Ejército para defender a los poderosos. La manipulación histórica es clara. La República se había iniciado con la quema de conventos e iglesias en mayo de 1931 y se fue apartando de la normalidad democrática, por parte de unos y de otros, sobre todo desde la llegada al poder del Frente Popular. La amenaza de guerra civil había partido de la izquierda radical y el golpe iniciado el 17 de julio de 1936 fracasó. Se pasó de un levantamiento militar fracasado, al modo de las asonadas militares de nuestro atribulado siglo XIX, a una terrible guerra que dividió España en dos. Días antes, el 13 de julio, fuerzas de seguridad sacaron de su casa con engaños a José Calvo Sotelo, uno de los líderes de la oposición, y el pistolero socialista Luis Cuenca le disparó en la nuca en la camioneta oficial. Los antecedentes de aquella tragedia civil son aleccionadores.
De Francisco Largo Caballero, líder del PSOE y luego presidente del Consejo de Ministros, llamado el Lenin español, son estas tres perlas, no precisamente pacíficas, de la campaña electoral del 16 de febrero de 1936: 1) «La clase obrera debe adueñarse del poder político convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo. Y como el que tiene el poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la revolución». 2) «Después del triunfo, se precisará salir a la calle con un fusil al brazo y la muerte al costado. Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas. Nosotros las realizamos». 3) «La clase obrera tiene que hacer la revolución. Si no nos dejan, iremos a la guerra civil. Cuando nos lancemos por segunda vez a la calle [se refería al antecedente de la revolución de Asturias de 1934, con cerca de dos mil muertos] que no nos hablen de generosidad y que no nos culpen si los excesos de la revolución se extreman hasta el punto de no respetar cosas ni personas». La revolución –«iremos a la guerra civil»– estaba servida. La supresión del adversario bullía en la izquierda radical; tenía que ganar las elecciones; era su vía revolucionaria. La furiosa y amenazante campaña electoral no podía tranquilizar a quienes no estaban dispuestos a dejarse matar. Era media España.
Convencido de que el Frente Popular recurriría a todo para llegar al Gobierno, uno de los conspiradores preguntó a Franco si se uniría a la preparación de un alzamiento militar previo a las elecciones. El general, que se había manifestado leal a la República, le contestó: «Yo lo que creo es que el Ejército debe soportar lo que salga de las urnas».
Llegaron las elecciones del 16 de febrero y se denunciaron numerosas irregularidades que obligarían a celebrar nuevos comicios en varias circunscripciones, pero la izquierda radical las dio por ganadas y tomó la calle. Las turbas pusieron en libertad a los condenados por la revolución de octubre de 1934 en Asturias, y la subversión callejera fue creciendo ante la pasividad del Gobierno. El presidente del Consejo de Ministros, Manuel Portela Valladares, sabía que reprimir los desórdenes supondría muertos y dimitió el día 19 de febrero. No pocos gobernadores civiles abandonaron sus puestos y la calle quedó a merced de la subversión.
El mismo día 19 Alcalá-Zamora encargó a Azaña la formación de nuevo Gobierno. La decisión presidencial traería consecuencias tanto para el país como para él mismo. Al poco tiempo, mayo de 1936, en un golpe parlamentario aún debatido, Alcalá-Zamora fue sustituido por Azaña en la Presidencia de la República. El carácter indeciso de un Azaña temeroso y soberbio, considerado después un genio de la política y no solo por la izquierda, también por líderes de la derecha como Aznar, convenía al radicalismo para llevar a cabo lo que se proponía: culminar el camino de la revolución.
Resulta aterrador leer hoy en el Diario de Sesiones el listado de hechos violentos, atentados, saqueos y asesinatos de los meses anteriores a la guerra. Por los periódicos a menudo no podía conocerse esa trágica realidad porque el Gobierno ejercía una férrea censura. Los testimonios figuran en el Diario de Sesiones de las Cortes cuando su presidente no ordenaba su mutilación.
El 15 de abril de 1936 Azaña compareció en el Congreso para defender su programa de Gobierno y José Calvo Sotelo fue el primero en darle la réplica. Hizo una relación de incidentes producidos desde las elecciones de febrero denunciando que habían causado más de cien muertos y quinientos heridos. Lamentó las diferencias existentes en el seno del Frente Popular, donde coexistían elementos burgueses y marxistas, y pidió a Azaña que se esforzase en conseguir el mantenimiento del orden. La respuesta difusa de Azaña evidenció que estaba dispuesto a primar la cohesión y continuidad del Frente Popular sobre el orden y los intereses nacionales.
Durante muchos años la historiografía ha discutido los resultados de aquellas elecciones del 16 de febrero, plagadas de actos violentos como rotura de urnas, quema de actas y tiroteos a notarios llamados para testificar irregularidades. Finalmente, una llamada Comisión de Actas en el Congreso, sin aval independiente alguno, presidida por Indalecio Prieto, nada objetivo, uno de los promotores de la revolución de Asturias de 1934, hizo bailar numerosas actas de diputados desde el centro-derecha al Frente Popular. Al final nada era creíble pero se daba la sensación de una democracia plena. Y esa falacia se repite desde entonces. Las cifras de las votaciones nunca fueron publicadas, por lo que los historiadores las han calculado con diferencias de hasta un millón de votos. Que las cifras no se publicasen era, por principio, sospechoso.
Tras recuperarse hace más de diez años los llamados ‘papeles robados de Alcalá-Zamora’ en circunstancias rocambolescas, ganó fuerza la versión de que aquellas elecciones las ganó realmente el centro-derecha. Alcalá-Zamora escribe en su Diario: «Manuel Becerra, conocedor como último ministro de Justicia y Trabajo de los datos que debían escrutarse, calculó en un 50 por ciento menos las actas que debían escrutarse cuya adjudicación se varió bajo la acción combinada del miedo y la crisis». Es decir: el Gobierno de Azaña dio por vencedor de las elecciones al Frente Popular por miedo, temiendo la anunciada guerra civil con la que amenazaba el radicalismo de izquierda –el socialismo de aquel tiempo, el comunismo y el anarquismo– si las perdía.
Más de ochenta años después los voceros de una amenazante memoria democrática limitan sus lecturas de aquel tiempo a su conveniencia ideológica. Iglesias Turrión, apologista del comunismo en el Parlamento de un Estado de la Unión Europea, afirmó en un reciente Pleno que los comunistas lucharon en defensa de la libertad y la democracia. Oculta la batuta de Stalin y el trabajo de sus agentes en España. No conoce la Historia o miente a sabiendas.
DIRECTOR
VOCANDO los peores momentos del matonismo parlamentario español, un líder de izquierdas, hablando todavía como vicepresidente del Gobierno, ha amenazado a la oposición. Es la enésima vez que Iglesias trata de intimidar a los representantes de la media nación contra la que gobierna el sanchismo. Y la segunda vez que les anuncia que nunca regresarán al Consejo de Ministros.
Aunque casi siempre resulte inútil, y hasta contraproducente, intentar despertar a la gente de progreso con el argumento del ‘qué diríais si fuera al revés’, acaso la gravedad de este asunto lo convierta en excepción. Pruébenlo y me dicen. Hagan por imaginar a un alto cargo de un gobierno de derechas comunicándole reiteradamente al PSOE que jamás volverá a gobernar. Como algo fatal de lo que se da noticia. No como la consecuencia retórica de una forma de actuar, del tipo ‘si siguen así no van a ganar nunca las elecciones y por tanto no volverán a gobernar’. Nada de eso: un anuncio sin más, es decir, una amenaza en toda regla.
El problema con las amenazas en el Congreso de los Diputados es que se cumplen. Otro Pablo Iglesias, también con espeluznante frialdad, comunicó en su día a Antonio Maura que los socialistas habían «llegado al extremo de considerar que, antes que Su Señoría suba al poder, debemos llegar hasta el atentado personal». Era el 7 de julio de 1910. El 22 de julio Maura resultó herido en un atentado. Personal.
A la Pasionaria la oyeron amenazar de muerte a José Calvo Sotelo nada menos que los diputados Josep Tarradellas («¡Has hablado por última vez!») y Salvador de Madariaga («¡Este es tu último discurso!»). Dos testimonios presenciales que el Ministerio subcontratado de la Verdad, una agencia privada que decide lo verdadero y lo falso, ni siquiera toma en consideración al establecer, con dos cojones, que no hay pruebas. Están ahí. Las amenazas son del 11 de julio del 36, dos días antes del asesinato del líder monárquico a manos de miembros de la guardia personal de Indalecio Prieto. Los socialistas ya habían amenazado a Calvo Sotelo el 1 de julio en las Cortes: «Pensando en Su Señoría encuentro justificado todo, incluso el atentado que le prive de la vida», le soltó el siniestro Ángel Galarza, que pronto sería ministro de la Gobernación.
O sea, que en un país donde es tradición que las amenazas lanzadas en el hemiciclo se cumplan, nadie debería estar tranquilo cuando Pablo Iglesias el joven pronuncia esas palabras como puños, como losas, como sentencias con las que un negro destino atrajera hacia el fondo del estanque putrefacto a un cuerpo nacional empeñado en seguir respirando.
Pero no solo el PP volverá a gobernar, sino que lo hará pronto. Y esta España donde no cabe el matonismo parlamentario seguirá respirando contra la voluntad de la banda de Sánchez, una extemporánea aberración que rescata los fantasmas del fratricidio y los agita en pleno futuro.