El corzo y la primavera
▶Se abre la temporada corcera y para la gestión adecuada de este ungulado nada mejor que el conocimiento biológico de la especie y su naturaleza LAUREANO DE LAS CUEVAS
La primavera renace enhebrada del brazo de un invierno protestón que se resiste a abandonar su lugar, dejando en su impronta albeadas nieves y gélidos vientos, pataleando como niño chico que no quiere irse a la cama. Mientras, el campo ya enverdecido en las labores abandona su letargo quedamente, como desperezándose del largo sueño que precede a la explosión de luz y vida que acontece.
El pequeño de nuestros cérvidos no es ajeno al cambio de estación, y en los últimos días del invierno ha ido abandonando los grandes grupos para regresar a sus territorios de campeo, en pequeños grupos familiares conformados por una hembra adulta con las crías de la última paridera y las del año anterior, mientras los machos proseguirán el marcaje de los territorios donde estas se asientan.
Nada en la naturaleza se genera al azar. Las generosas lluvias caídas a lo largo del año y las bondades de un clima que, incluso con Filomena de por medio, nos ofrece un mes de abril latente de vida aún por despertar, donde el paisaje se alfombra de verdes pastos, entreverado por los brillantes rojos, morados, blancos y añiles que muestran la flor de la abejera y la colleja de gamones y alhucemas que engalanan los ribazos y barbechos, junto a verónicas, narcisos, malvaviscos locos, o el manto de la virgen. Ni los arenosos baldíos ni los áridos pedregales y roqueros pueden abstraerse a la paleta de tomillos, mastuerzos o abrótanos. O de mi preferida, la flor de la jara negra, que compite en belleza con la rizada. Monte adentro, tojos, brezos, endrinos y sauces serán también parte de la generosa y abundante ‘carta’ que, junto a aliagas, serbales y majuelos, la primavera ofrece a estos comensales ungulados.
Las hembras adultas buscarán, entonces, el lugar donde además de acceso al alimento encuentren cobijo, sobre todo frente al viento. También la tranquilidad necesaria para prepararse y llevar a término durante el mes de mayo la gestación que inició allá por el mes de junio, pero que gracias a la ‘gestación diferida’ mantuvo suspendida durante cinco meses, retomándola en diciembre. La ‘diapausa embrionaria’ consiste en mantener detenido el desarrollo embrionario (dormancia) y de esta forma diferir la gestación hasta un momento propicio, tanto para el desarrollo fetal intrauterino como para la supervivencia de las crías. Teniendo en cuenta que el celo se produce a finales de julio, sin esta estrategia las crías nacerían en pleno invierno, 19 semanas después, abocadas a una muerte segura, suponiendo que la progenitora hubiera podido llevar a término la gestación. No es extraño, pues, que las hembras sean territoriales y suelan elegir los mismos lugares año tras año. Habitualmente las hembras adultas suelen parir dos crías, no siendo extraños los partos triples. Por el contrario, las primerizas solo paren uno, y la corza es fértil hasta el fin de sus días. Curiosamente, las corzas pueden decidir también el sexo durante la gestación, y son los años de bonanza cuando se produce el mayor nacimiento de machos. Esto se debe a que la gestación del macho necesita de una mayor cantidad de energía y alimento. El aporte energético para los machos es también más elevado en esta época puesto que utilizan el calcio de sus propios huesos para calcificar sus cuernas, produciéndose entonces una osteoporosis temporal que necesitará combatir comiendo. Esta necesidad de una dieta nutritiva y rica en minerales es la razón por la que en ocasiones los machos dominantes desplazan a las hembras de los mejores territorios. Pero no es la única. Durante el inicio de la primavera, los corzos continúan la tarea de marcaje y balizamiento de sus predios, utilizando
Un corzo con su nueva cuerna ha encontrado pareja para ello señales visuales y olfativas (químicas) que desprenden de las glándulas hormonales situadas en cabeza y patas, dejando a su paso ‘escodaduras’ y ‘escarbaduras’ en lugares visibles para otros corzos. Los marcajes físicos entre ellos, que empezaron siendo pavoneos o simples seguimientos, se traducen ahora en persecuciones y enconadas luchas que decidirán los dueños de los mejores territorios. Los perdedores se convertirán en divagantes en busca de nuevos enclaves donde asentarse. No es inusual que durante estas luchas algunos individuos resulten heridos incluso de muerte. Esta frenética actividad conlleva también un enorme gasto de recursos, que también han de ser repuestos.
Repoblaciones forestales
Durante las últimas décadas, el corzo ha experimentado una expansión sin parangón a lo largo y ancho de la España peninsular, solo frenada por la existencia de otros ungulados, fundamentalmente el ciervo, en su mitad meridional. Esta expansión, tanto geográfica como demográfica, ha sido posible gracias a la plasticidad adaptativa de su dieta, el desarraigo del hombre del mundo rural y la política de repoblaciones forestales, principalmente. Este éxito cuantitativo ha resultado un arma de doble filo, pues la irrupción de enfermedades importadas como la Cephenemya stimulator, o ‘el gusano de la nariz del corzo’, para las que el corzo no posee defensas, pueden ocasionar el declive de
e joven me gustaba perderme de vez en cuando dos o tres días en el campo con un todoterreno en el que muchas veces llevaba una vieja moto de trial atada a las barras traseras o una barquita en la baca. Cazaba y pescaba acampando en tienda o durmiendo en el coche con un saco o los mismos vadeadores de pesca, y cenar lo conseguido en unas brasas con una bota de vino me parecía todo un lujo asiático.
Creo que salvo lo de la bota, y lo diré bajito, todo eso está prohibido hoy en día, o tan regulado que se quitan las ganas de hacerlo. Los cazadores de cierta edad sabemos lo que ha cambiado en las últimas décadas este asunto.
Un ejemplo revelador es el caso de la caza de acuáticas. Las orillas de un embalse era uno de mis encames predilectos. Entendía el aprovechamiento de estas aves como una especie de compensación a quienes más han defendido la conservación de los humedales, que han sido siempre los cazadores. Pero, de las más de sesenta especies que estaba permitido abatir hasta los años ochenta amaneciendo entre los carrizos en casi cualquier humedal, hoy, en el mejor de los casos, solo son once las especies legales y de ahí a ninguna como sucede en varias comunidades. Antonio Notario echa la cuenta en las próximas páginas al dedillo.
Lo mismo sucede con otras formas de caza y especies mayores y menores, o está próximo a suceder, como es el caso de la tórtola o el lobo; y los cazadores nos echamos a temblar cuando oímos hablar de iluminadas propuestas como adjudicar a la perdiz la etiqueta de especie casi amenazada.
La sensación es que un agujero negro está tragándose la caza poco a poco y nos encontramos cerca del límite de sucesos, a sabiendas de que lo que traspasa ese límite no vuelve a salir.
Aparte de los peregrinos argumentos que muchas veces suelen aportarse como base a esos recortes, cuando se aporta alguno, esa es la razón por la que los cazadores somos tan reacios a limitaciones, recortes, moratorias y otras cortapisas del estilo, porque tenemos la experiencia de que lo prohibido es siempre para siempre.
Escuchaba hace poco, en una tertulia radiofónica acerca del coronavirus, que las personas deben entender las prohibiciones para que las cumplan. Vivo, para colmo, en Navacerrada y pensé que si así fuera viviría desde hace mucho tiempo en Alcalá-Meco.