Biden se acuerda de Israel tres meses después de su llegada a la Casa Blanca
▶El secretario de Defensa, Austin, que viaja el domingo al Estado hebreo, será la primera autoridad del nuevo gobierno que visita al «gran aliado»
El secretario de Defensa de EE.UU., Lloyd Austin, vuela este domingo a Israel, en el primer viaje de un miembro del Gabinete de Joe Biden al gran aliado estadounidense en Oriente Próximo Austin se verá con el primer ministro, Benjamin Netanyahu; con el ministro de Asuntos Exteriores, Gabi Ashkenazi; y con su homólogo en Defensa, Benny Gantz. En la agenda estarán las crecientes tensiones entre Israel e Irán y en la cooperación militar de EE.UU. con el Gobierno israelí.
Lo que no parece que tenga hueco en las discusiones es el conflicto con Palestina, en una nueva señal de la estrategia que, de momento, favorece Joe Biden en este asunto: mirar para otro lado. El presidente de EE.UU., tras más de dos meses y medio en la Casa Blanca, no muestra mucho interés por conseguir el premio gordo de la diplomacia internacional, una solución de paz estable y duradera para Israel y Palestina.
Sus antecesores recientes han llegado al cargo con ambiciones de resolver ese rompecabezas. Donald Trump llamó a su propuesta de paz para la región «el acuerdo del siglo» y puso al frente a una persona de su confianza máxima, su yerno Jared Kushner. Antes que él, Bill Clinton se colocó como intermediario en los procesos de paz de Oslo (1993) y de Camp David (2000), las últimas ocasiones en las que la paz pareció una posibilidad. George W. Bush y Barack Obama no llegaron a tanto pero, al menos, nombraron a enviados especiales para el conflicto.
Biden, de momento, no lo ha hecho. Pero tampoco ha nombrado todavía un subsecretario para Oriente Próximo y los dos expertos en la región incluidos en el Consejo de Seguridad Nacional lo son más en geoestrategia de los países del golfo Pérsico. Tampoco ha descolgado el teléfono para llamar a Mahmud Abás, el líder de la Autoridad Palestina (aunque sí ha hablado, dos veces, con Netanyahu), desde su victoria electoral. Ni lo ha hecho su secretario de Estado, Antony Blinken, con el jefe diplomático de Palestina, Riyad Maliki.
El presidente de EE.UU. ha sido incluso cauto a la hora de mantener el marco básico de la solución política para el conflicto palestino-israelí. Su Administración no ha sido rotunda a la hora de defender la solución de ‘dos Estados’, que es la posición convencional defendida por Washington desde hace décadas. En su confirmación ante el Senado, Blinken defendió la solución de ‘dos Estados’ pero advirtió que «si somos realista es difícil ver una perspectiva de avance hacia eso a corto plazo». La semana pasada, en una llamada con Ashkenazi, su homólogo israelí, no lo mencionó y prefirió hablar de que «israelíes y palestinos deben disfrutar en igual medida de libertad, seguridad, prosperidad y democracia». Este lunes, su portavoz, Ned Price, solo dijo al respecto que la posición de EE.UU. «no ha cambiado».
Solo Biden hizo, por fin, una referencia a su apoyo a la solución de ‘dos Estados’ en su conversación ayer con el Rey Abdalá II de Jordania. Pero el polvorín de Israel y Palestina ha tenido una presencia anecdótica en sus discursos sobre política exterior y en su labor de Gobierno.
La herencia
El desinterés de Bien resulta chocante, porque siempre ha tenido un perfil muy ligada a la diplomacia internacional. Una mirada a sus comienzos en política lo reflejan a la perfección: cuando era solo un representante local en Delaware, quiso dar el salto al senado porque quería cambiar los engorros de la política municipal –recogida
de basuras o planificación urbanística– por los «grandes tratados internacionales». Una vez en el Senado, presidió su Comité de Exteriores y manejó parte de la política internacional de Obama como su vicepresidente. Como resultado de esas experiencias, tiene, además, una buena relación personal con Netanyahu.
Nada de eso le ha movido a promover acciones decisivas en el asunto palestino-israelí. La razón más obvia es que tiene el foco puesto en otra punto del mundo: la región Asia-Pacífico y el control de las ambiciones militares y económicas de China, que amenaza la posición de primera potencia mundial de EE.UU.
La situación política en la región tampoco ayuda. Israel acaba de celebrar sus cuartas elecciones en dos años y no está claro que Netanyahu, acosado además por acusaciones de corrupciones, pueda conseguir una mayoría parlamentaria para mantenerse en el poder. Si no lo hace, el país podría verse forzado a ir a las urnas una quinta vez. Mientras tanto, en Palestina se celebran elecciones el mes que viene, por primera vez en quince años, para decidir la composición de su asamblea. Después, en julio, habrá elecciones presidenciales. El equilibrio de poderes resultante entre Al Fatah y las corrientes cercanas a Hamás, que EE.UU. considera una organización terrorista, po
dría suponer mayor inestabilidad.
Biden tiene que gestionar también la herencia recibida de Trump. La parte positiva, como los acuerdos de paz de Abraham, la normalización diplomática conseguida entre Israel y varios países musulmanes –Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Sudán o Marruecos–, uno de los grandes triunfos en política exterior del expresidente. Pero también los asuntos más conflictivos, sobre todo aquellos en los que la Administración Trump dejó clara su inclinación proisraelí. El primero de ellos, el traslado de la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén, y el reconocimiento de la ciudad santa como capital de Israel. También asuntos como el reconocimiento de la soberanía israelí de los Altos del Golan, la vista gorda ante el aumento de asentamientos colonas en Cisjordania o la retirada masiva de ayuda al desarrollo a Palestina.
La Administración Biden, de momento, no ha dado el mismo volantazo en la política de Trump sobre Israel como ha hecho en otros asuntos, como cambio climático. a palabreja de moda para describir la política de la Administración Biden con respecto a Oriente Próximo es «despriorizar». A pesar de que la conflictiva región ha ocupado tradicionalmente un puesto central en la política exterior de Estados Unidos, el nuevo presidente viene demostrando que entre sus principales intereses diplomáticos no figura esa parte del mundo.
Dentro del orden de relación que se puede barruntar tras los primeros 77 días de Joe Biden en el Despacho Oval, Oriente Próximo no aparece ni tan si quiera en el pódium de los tres principales frentes internacionales para Washington: Asia-Pacífico, Europa y América Latina. La principal razón para este desinterés sería la resurgencia de la competición entre grandes poderes, con China y Rusia haciendo todo lo posible por cuestionar el liderazgo global estadounidense.
En el caso de Israel, que desde el primer minuto de su independencia ha tenido un puesto privilegiado en la política exterior americana, Biden ha retrasado simbólicamente durante tres semanas la obligada llamada al primer ministro Netanyahu. Para el presidente, el líder israelí no es más que un alumno aventajado de la internacional trumpista, con su longevidad en el poder más comprometida que nunca en mitad de un proceso penal por corrupción y el riesgo de unas quintas elecciones en menos de tres años.
Por lo que respecta a Arabia Saudí, el otro pilar de la diplomacia americana en Oriente Próximo, Biden ha optado por el distanciamiento pese a todos los intereses económicos en juego. La responsabilidad directa del Príncipe heredero Mohammed bin Salman en el asesinato del columnista del ‘Washington Post’ Jamal Khashoggi, confirmada en febrero por los servicios de inteligencia de EE.UU, ha multiplicado las presiones en Washington a favor de un profundo cambio en la relación con la casa de Saúd.
Para colmo, la Administración Biden ha centrado sus esfuerzos en resucitar el moribundo acuerdo nuclear con Irán. Un empeño increíblemente frustrante tanto para Israel como para Arabia Saudí, tan mal acostumbrados por la interesada complicidad del nacional-populismo.