La valentía de escribir
FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA «El valor lo tiene bien acreditado Javier Cercas con su actitud frente al acoso del independentismo catalán, que no ha dudado estos días en manipular mendazmente una manifestación suya. Pero esto va de literat
LA lectura de dos recientes libros de géneros muy distintos (ensayo y novela) me lleva a reflexionar sobre un pensamiento antiguo y recurrente: la valentía de escribir. El ensayo al que me refiero es el último libro de Darío Villanueva y exhibe un título de intrascendente apariencia –‘Morderse la lengua’– aunque su subtítulo ya nos avisa de que versa sobre algo con mucha enjundia: ‘Corrección política y posverdad’. Me atrevo a decir que se trata de una obra indispensable para conocer y calibrar estas dos amenazas, mucho más serias de lo que podamos creer.
La corrección política es un fenómeno ampliamente percibido por todos nosotros, que –nos informa el autor– ya aparece con este nombre (’political correctness’) en 1991 en la edición del diccionario Webster’s, definida como «la adhesión a una ortodoxia tópicamente progresista en lo tocante especialmente a ‘race’, ‘gender’, ‘sexual affinity’ or ‘ecology’». Lo que, sin embargo, no se percibe con tanta claridad, y no hace mucho tiempo que se percibe así, es el efecto castrante –en forma de autocensura o de riesgo de exclusión– que sobre la creatividad y sobre la libertad de expresión ejerce esta tiranía de lo políticamente correcto, tan bien caracterizada por Darío Villanueva con anécdotas que, cuando no son trágicas, provocan hilaridad.
La posverdad, en cambio, es un fenómeno mucho más reciente. Aunque Villanueva sitúa la aparición del adjetivo inglés ‘post-truth’ en 1992 –en un artículo publicado en el semanario ‘The Nation’– también nos recuerda que fue la palabra del año elegida en 2016 por el diccionario de la Universidad de Oxford. Pese a su vinculación con la corrección política, la posverdad hunde sus raíces en algunas ideas de ilustres filósofos alemanes del siglo XIX (Nietzsche y Heidegger), se nutre con aportaciones de intelectuales franceses de la segunda mitad del siglo pasado (como Foucault y Derrida) y termina floreciendo a principios de este siglo en prestigiosas universidades norteamericanas, que el autor conoce bien. Al fin, la posverdad no resulta ser otra cosa que la intelectualización del sedimento dejado por el pretendido triunfo de lo subjetivo sobre lo objetivo, de lo emocional sobre lo racional, de lo constructivo sobre lo deconstructivo... De la mentira sobre la verdad, a la postre.
El lector quizá se pregunte dónde está la valentía de escribir estas cosas. Darío Villanueva lo señala acertadamente. En muy extendidos e influyentes ambientes intelectuales, a veces dominantes, cuestionar la corrección política –y no digamos oponerse abiertamente a algunos de sus postulados– conlleva un alto riesgo de ‘cancelación’ (por usar el expresivo americanismo con el que se designa la exclusión de los circuitos en los que un escritor necesita moverse). Riesgo que se multiplica cuando, como hace Villanueva, se pone en duda también el valor del relativismo, y de lo que bautiza como la ‘Galaxia Post’, frente al valor de lo objetivo y de la razón, que se manifiesta a partir de la Europa de la Ilustración, tan denostada hoy por muchos intelectuales.
Villanueva, bien conocido como brillante director que fue de la Real Academia Española, no olvida su especialidad de catedrático de Teoría de la Literatura, y en este mismo ensayo define la novela como «juego lingüístico y literario, pero también como revelación imaginativa de la realidad pasada, presente o por venir». Las dos modalidades y los tres escenarios temporales los ha practicado con maestría, entre nosotros, Javier Cercas, cuyo último libro, ‘Independencia’, es un hito importante en su larga trayectoria.
En anteriores novelas, Cercas ya nos había planteado, a través de sus personajes –reales o ficticios– dudas éticas fundamentales. Así en ‘Anatomía de un instante’ nos pregunta si la traición no puede ser una forma de lealtad. En ‘El impostor’, si la mentira es siempre reprobable o solo cuando puede causar daño. En ‘El monarca en las sombras’, si el error en la elección de un ideario puede afectar a la honradez con la que es defendido. En sus dos últimas novelas (‘Terra Alta’ e ‘Independencia’) Cercas da un paso hacia el mundo del Derecho. En ambas, los avatares de un mismo mosso d’Esquadra justiciero, Melchor Marín, sirven de intrigante hilo conductor para que el autor nos haga reflexionar sobre cuestiones tan vitales como si es justo tomarnos la justicia por nuestra mano cuando el Estado –al que hemos cedido el monopolio de la fuerza– parece incapaz de imponerla. En ‘Terra Alta’ pone en boca de uno de sus personajes (un subinspector que alecciona al protagonista) afirmaciones como esta: «... la justicia no es sólo cuestión de fondo. Sobre todo, es cuestión de forma. Así que no respetar las formas de la justicia es lo mismo que no respetar la justicia». En ‘Independencia’, uno de los personajes por los que el autor parece mostrar mayor simpatía, el abogado de nombre Vivales, advierte al justiciero policía que «hasta el mayor hijo de puta del mundo tiene derecho a que alguien lo defienda. Si no es así, no hay justicia».
El valor lo tiene bien acreditado Javier Cercas con su actitud frente al acoso del independentismo catalán, que no ha dudado estos días en manipular mendazmente una manifestación suya. Pero esto va de literatura y por eso aquí quiero subrayar que no es poca la valentía que muestra en sus novelas al atreverse a cuestionar verdades que los biempensantes dan por incuestionables. No esperemos, sin embargo, ninguna respuesta a esas dudas en estos libros que se convertirían en ‘novelas de tesis’, género que Cercas, con toda razón, aborrece porque los variados intentos de esta modalidad novelística terminaron degradando el género.
«Escribo porque nunca fue más bello el engaño», decía un verso ya antiguo de Javier Lostalé. Ojalá pronto esta afirmación vuelva a ser solo una de las razones existenciales de la poesía. En el universo poético, la complicidad entre el autor y el lector lo permite todo. Incluso la Verdad con mayúscula, a la que cantaba Antonio Machado en un bien conocido Proverbio: «¿Tu verdad? No, la Verdad;/ y ven conmigo a buscarla./ La tuya, guárdatela».
DIRECTOR
N la última aparición estelar de Pedro Sánchez ante el Congreso de los Diputados para no explicar por novena vez su plan de Recuperación y otras milongas asociadas a él, no desperdició la ocasión de celebrar la efeméride que remite a los noventa años de la Proclamación de la República española. La segunda, concretamente. Habló de ‘vínculo luminoso’, lo que inevitablemente lleva al subconsciente a acordarse de Sendero Luminoso, el grupo de asesinos revolucionarios de Perú que lideraba Abimael Guzmán, uno de los ídolos de sus socios de Gobierno. El vínculo luminoso con nuestra mejor historia, según este sujeto, es el que remite a uno de los grandes fracasos de España, quizá solo comparable a la otra República, la primera, que acabó en opereta en lugar de acabar en tragedia, como la que nos ocupa.
Sánchez añora, por lo visto, un régimen al que su propio partido, el PSOE, le montó un golpe de Estado allá por el 34, liderado por aquel animal descerebrado llamado Largo Caballero, que, por cierto, cuenta con estatua en Madrid. Sánchez añora un régimen que no aportó a la sociedad española la estabilidad y paz que debieran haber permitido el despegue del país en una época, eso sí, convulsa. Se mató, se destruyó la propiedad, se malversó el tesoro público, se manipularon comicios y se cercenaron libertades elementales, empezando por la de expresión. La izquierda tenida por centrista se escoró al extremo más radical, de tal manera que nadie en su sana decencia puede reivindicar su papel en aquellos tormentosos años treinta. Lo hizo, cómo no, Rodríguez Zapatero cuando en 2006, en el 75 aniversario de la Proclamación –la República no fue electa, fue proclamada–, aseguró que fue la base de la actual democracia. Semejante majadería la comparte, indudablemente, el mismo que habla de luminosidades políticas y otras tontunas; pero ni uno ni otro que, inexplicablemente, han sido presidentes del Gobierno de España, son capaces de reconocer que los supuestos valores que abanderó la República llegaron de verdad de la mano de la Monarquía Parlamentaria de Juan Carlos I: en el 75 llegó la reconciliación, el acuerdo, cada uno de los pactos, el entierro del guerracivilismo y el despegue económico y social. La reivindicación de aquel adefesio político, de aquella gran oportunidad perdida, de aquel tránsito hacia la guerra, solo puede realizarse desde la más severa de las ignorancias o desde el más perverso de los sectarismos. La Segunda República española no fue, en absoluto, un régimen democrático ni nada que se le pareciera. Ni siquiera tuvo rasgos homologables. Fue un camino a las dictaduras, o la del proletariado o la militar. Ganó la militar.
Cuando el embustero impostor que ocupa la presidencia del Gobierno quiera reivindicar pasajes luminosos, lo mejor de nuestro pasado, no hace falta que se vaya tan lejos. Olvídese de senderos con supuesta luz y estúdiese lo que vivió España desde el 75 y que ha permitido, entre otras cosas, que un individuo de su calaña pueda presidir un Gobierno lleno de monigotes.