ABC (Córdoba)

Es un negocio, y mejor que se apañen solos que rescatarlo­s con nuestros impuestos

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LO confieso: sí, yo también fui adicto. Vivía pendiente de los resultados y los carruseles. Acudía al estadio pasando pelete. Esperaba la moviola como una cita sagrada. Seguía el ‘Marca’ y el ‘As’ y me quedaba sopas en la cama con Súper García en el pinganillo.

Soy del Dépor, pero en la gran contienda MadridBarç­a mis simpatías estaban más bien con los segundos, porque de niño me había fascinado la llegada de Cruyff y Neeskens y allá me quedé (hasta que me expulsaron con la matraca separatist­a). En el año 2000, Figo, que había sido la estrella del Barça durante un lustro, fichó por el Madrid por la colosal cifra de 11.900 millones de las viejas pelas. Lo primero que hizo al pisar el Bernabéu fue besuquear la camiseta blanca casi lagrimeand­o, con idéntica fruición con la que un mes antes besaba el escudo del Barça. Y ahí me dije: «Si a este tío en realidad le importa todo un huevo, excepto la pasta, ¿qué carallo hago yo sufriendo por el fútbol?». Comencé a desintoxic­arme. Descubrí cosas insólitas, como que la mayoría de los partidos son un coñazo notable (véase la soporífera final copera de la Real y el Athletic), que los divos del fútbol son tal vez los deportista­s más gilis (comparen a Nadal o Federer con Ronaldo y Messi), que yendo al campo perdía cuatro horas, y que si me sinceraba conmigo mismo, la verdad es que me lo pasaba mejor viendo una peli, leyendo un libro o tomándome una caña con mi mujer. Por último, descubrí también lo obvio: el fútbol es un negocio y un pasatiempo.

Antes de su profesiona­lización, el fútbol español se había convertido en una ruina. En 1986 se aprobó un Plan de Saneamient­o por el que el Estado asumió los pufos multimillo­narios de los clubes. En 1990, para evitar que se repitiese, se dio el paso legal de intentar convertirl­os en sociedades anónimas. Aun así, anclados todavía en el localismo emotivo y el amateurism­o, se arruinaron de nuevo y en 1992 el Estado volvió a salir al rescate. Todos los españoles, aficionado­s o no, tuvimos que costear el descalabro. Desde entonces el fútbol se ha profesiona­lizado muchísimo y la creación de la Superliga europea, que tanto solivianta a políticos abonados al populismo-sentimenta­loide-nacionalis­ta, tipo Boris Johnson, no es más que un paso lógico. Sea esta vez o la siguiente, acabará creándose una NBA del fútbol europeo (aunque por supuesto habrá que preservar los torneos nacionales). No existe cauce jurídico para prohibir que unas empresas privadas se organicen como quieran. En cuanto a la objeción de que la Superliga creará un fútbol elitista, se cae sola, pues ya lo es. En los últimos 16 años, el Barcelona ha ganado diez Ligas, el Madrid cinco y el Atlético, una. La épica de David contra Goliat hace tiempo que es una milonga.

«Fútbol es fútbol», decía el pintoresco Vujadin Boskov. Ya no: el fútbol es un espectácul­o, a veces magnífico, sostenido por empresas que para sobrevivir necesitan ganar dinero. Y los chinos y los árabes –y bien que lo siento– no pagarán por ver un Éibar-Celta y un Huesca-Elche. Pero si quieren seguimos engañándon­os...

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