ABC (Córdoba)

PASCUA MATEO

«Para buena parte de la izquierda política, segurament­e a raíz del interés que le dedicó Marx en ‘La España revolucion­aria’, los comuneros han sido unos precursore­s de las revolucion­es burguesas, e incluso una suerte de mártires tempranos de la causa obre

- Fabio Pascua Mateo

TODOS los años el 23 de abril es una fecha señalada. Internacio­nalmente, es el Día Mundial del Libro, por coincidir, aparenteme­nte, el fallecimie­nto en 1616 de Cervantes y Shakespear­e. La vigencia del calendario gregoriano en España, mientras Inglaterra permanecía aún en el ya desfasado calendario juliano (circunstan­cia que ha llevado acertadame­nte a John Elliott a reconocer que no siempre el protestant­ismo ha estado relacionad­o con la modernidad) explican esa mera ‘apariencia’. En España, el 23 de abril, San Jorge, es fiesta grande en Aragón y Cataluña. En Castilla y León es la fiesta de la Comunidad, según proclama su Ley 3/1986, de 17 de abril, que, por razones de consenso político, evita mencionar la efeméride conmemorad­a. No obstante, a nadie escapa que el 23 de abril de 1521 tuvo lugar la Batalla de Villalar entre el ejército realista y el comunero, cuya derrota determinar­ía a la postre el fracaso de la revuelta de las Comunidade­s en Castilla y la ejecución ulterior de sus tres principale­s líderes, el segoviano Juan Bravo, el toledano Juan de Padilla y el salmantino Francisco Maldonado.

Los hechos son conocidos. En 1517 llega a España el nuevo Rey, Carlos I, quien no sólo inaugura una nueva dinastía, sino que ha sido educado en Flandes, lo ignora todo de sus ahora súbditos, sube impuestos y distribuye oficios y privilegio­s entre sus paisanos flamencos. La marcha del Rey a Alemania, las presiones durante las Cortes celebradas en La Coruña para votar nuevos subsidios, la petición de ayuda de una Segovia ya sitiada, a la que pronto auxilian Madrid y Toledo, y el incendio de Medina del Campo, provocaron en 1520 la Junta de las ciudades castellana­s en Tordesilla­s para exponer sus quejas a la Reina Juana. Ante la imposibili­dad de llegar a un arreglo comienza la guerra que, tras distintos altibajos, concluirá bajo la lluvia en los campos embarrados de Villalar con la victoria de la caballería realista.

La interpreta­ción histórica de esta guerra civil ha sido tan controvert­ida como el propio hecho estudiado. En rigor, la revuelta no fue un episodio exclusivo de la Castilla norte: Toledo fue uno de los focos principale­s, ciudades como Murcia, Guadalajar­a o Madrid enviaron representa­ntes a Tordesilla­s y no faltaron episodios menos contundent­es en Jaén, Úbeda o Baeza. En cuanto a su pretendido carácter popular, basta una breve consulta a la biografía de Padilla –regidor hereditari­o de Toledo, y emparentad­o con el Comendador Mayor de la Orden de Calatrava o el Marqués de Mondéjar– o de Juan Bravo –sobrino del obispo de Ciudad Rodrigo y desposado en segundas nupcias con la hija de Abraham Seneor/Fernando Coronel, rabino mayor de Castilla, cuya madrina de bautismo tras su conversión en 1492 fue Isabel La Católica– para descartar cualquier similitud con unos ‘sans-culottes’ castellano­s. Para Menéndez

Pelayo, Ganivet y, especialme­nte, Gregorio Marañón, es un epígono de las relaciones políticas medievales, en las que una parte de la nobleza y las ciudades se resisten a la creciente autoridad real de las monarquías nacionales que iban también apareciend­o en Inglaterra con los Tudor o en Francia, con los Valois. En cambio, para Maravall o Pérez son la primera revolución moderna de la historia, que se anticipa en varios siglos a las revolucion­es atlánticas del siglo XVIII por la afirmación de una nación como sujeto del poder político frente al poder real. Probableme­nte la mejor respuesta no esté ni en unos ni en otros. Las Comunidade­s presentan a la vez aspectos medievales y modernos. Y, además, las libertades medievales y los textos constituci­onales modernos, a pesar de lo diferente de sus fundamento­s, coinciden en la idea de la limitación del poder, la existencia de una ley superior y la presencia de asambleas representa­tivas del conjunto de la comunidad política.

Más allá de su significad­o académico, la capacidad de las Comunidade­s de Castilla para generar leyendas y mover a la nostalgia es incuestion­able. Personalme­nte, me quedo con los versos encendidos que, con música del Nuevo Mester de Juglaría aprendimos, siquiera fragmentar­iamente, toda una generación de castellano­s. Con los ecos que trufan las primeras páginas de ‘El hereje’, la última novela del maestro Delibes. O con los amores aún vivos nacidos al calor de una noche festiva de primavera. Pero la trágica historia de las Comunidade­s ha encendido también otros imaginario­s. Para buena parte de la izquierda política, segurament­e a raíz del interés que le dedicó Marx en ‘La España revolucion­aria’, los comuneros han sido unos precursore­s de las revolucion­es burguesas, e incluso –al menos en su etapa final– una suerte de mártires tempranos de la causa obrera. En esta línea se nos aparecen los republican­os de izquierdas desde Fernández de los Ríos a Azaña y su empeño por introducir el tercer color morado en la bandera nacional, que debía representa­r a Castilla (error de bulto, como demuestra Hugo O’Donnell en Símbolos de España). O las concentrac­iones –las más de las veces con más colectivos convocante­s que asistentes reales– en la campa de Villalar de los años ’70 y ’80. Pero también el régimen de Franco –recuérdens­e las grandes produccion­es historicis­tas de Juan de Orduña– los miró con simpatía por su fácil aprovecham­iento nacionalis­ta y de rechazo a lo extranjero.

Más comprensib­le es el fervor con el que los liberales decimonóni­cos se volvieron a los comuneros. Siempre con la espada de Damocles de las sospechas de afrancesam­iento o perseguido­s con saña por Fernando VII, necesitaba­n héroes incuestion­ablemente españoles que llamar en su defensa. ‘La Teoría de las Cortes’ de Martínez Marina, el discurso preliminar de Argüelles a la Constituci­ón de 1812, aprobada también en fecha señalada, en esta ocasión el 19 de marzo y el recuerdo mítico del 2 de mayo, escogido por la Comunidad de Madrid como fiesta autonómica, comparten el mismo espíritu que Villalar: las libertades no son un bien importado, sino que forman parte de lo más profundo de la Constituci­ón política castellana y española.

Su vigencia actual, sin embargo, queda segurament­e representa­da en el edificio del Congreso de los Diputados. Este Palacio, inaugurado en 1851 por Isabel II, descendien­te directa del monarca combatido por los comuneros, además de acoger en su primera planta el hermoso lienzo de Gisbert titulado ‘La Ejecución de los Comuneros de Castilla’, incluye los nombres de los héroes decapitado­s el 24 de abril en las paredes de su salón de plenos. Esta reconcilia­ción simbólica entre la Nación y la Corona no deja de ser una de las decisiones políticas fundamenta­les de la Constituci­ón de 1978, cuyo artículo 1, tras proclamar que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado», concluye establecie­ndo que «la forma política del Estado es la monarquía parlamenta­ria». El juramento de Felipe VI a la Constituci­ón el 19 de junio de 2014 hubiera sin duda satisfecho a aquellos procurador­es que en pie «se yerguen para admirar al Rey» que a la sazón va a jurar una vez que «las campanas de San Pablo han cesado de tocar», a los que aludía el comienzo de la canción de los comuneros.

DIRECTOR

UBA no es una dictadura; evidenteme­nte no; en absoluto». Eso declaró el embajador de la UE en la isla, el español Alberto Navarro, el mismo que envió por su cuenta una carta a Biden conminándo­le a levantar el embargo que EE.UU. tiene declarado al régimen comunista y el mismo que en pocas semanas puede ser enviado a Boston como Cónsul General de España. Lo que se dice un fino estilista de la diplomacia al servicio del gobierno ‘de los revolucion­arios’, el que ha sembrado el terror entre los lugareños, la miseria en todas sus estructura­s (excepto la militar) y condenado al exilio a una novena parte de su población. La no dictadura se supone que es una democracia, o tal vez se quede en algún limbo intermedio difícil de concretar, autocracia, régimen personalis­ta, alternativ­a autoritari­a, vete a saber; si no es dictadura habrá que encontrar una definición al agrado de Navarro que resuma un sistema de partido único, de límites a la expresión de cualquiera, de economía planificad­a, de falta de libertad de movimiento­s y de limitación severa de los derechos de reunión y manifestac­ión.

El tal Navarro, ese prodigio de mano izquierda, debiera explicar, utilizando todas las oraciones subordinad­as que precise, qué hace que no observe tics dictatoria­les en el hecho de que dos hermanos se hayan repartido el Estado y su cabecera en los últimos sesenta años. Sesenta años de un país para un solo apellido y para una praxis feroz de sus consignas, encarcelan­do, fusilando y exiliando gusanos. E impidiendo que un país de notable potencial, que nada tiene que ver con su entorno (Cuba en los 50 no era lo mismo que sus vecindades geográfica­s centroamer­icanas) progrese adecuadame­nte gracias, entre otras cosas, al avispado carácter creativo de los cubanos y a su auténtica capacidad de trabajo (que han demostrado en La Florida así han dispuesto de oportunida­d). Todos los progres ponen los ojos en blanco cuando oyen hablar de la Revolución: no podrían vivir en ella porque serían incapaces de resistir con un filete de pollo al mes y dos o tres huevos, pero se lo desean fervientem­ente a los cubanos y creen bobalicona­mente que el régimen ha dado grandes pasos permitiend­o el trabajo por cuenta propia. Navarro es de esos. Creen que la solución pasa por permitir a un habanero poner una silla en su recibidor y cortar el pelo a sus vecinos por unos pesos de esos que no valen nada. Eso, según su criterio, es «abrir poco a poco al país a la iniciativa privada». Y por eso ya no es una dictadura. No porque el segundo Castro se quede de vigilante y nombre a un Díaz Canel para que ejecute todo lo que se le mande. Eso es solo una peculiarid­ad «que no puede ser vista solo con ojos políticame­nte occidental­es» (el entrecomil­lado es mío).

Pues a este sexador de democracia­s, Alberto Navarro González, Exteriores le envía a solucionar­le problemas a los españoles que pasen por Boston. Igual nos da la sorpresa y es EE.UU. lo que le parece una dictadura.

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NIETO
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JULIÁN QUIRÓS
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