ABC (Córdoba)

Regamos con nuestra juventud y nuestra sangre aquellos campos

Y no me vengan los pichabland­as y los cagamandur­rias de ambos sexos diciendo que alardeo de En Bailén, los garrochist­as andaluces nos ganamos a pulso el derecho de alardear cuanto nos salga del ciruelo, porque quemados por el sol

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treinta y pocos años y éramos todos vaqueros, ganaderos, monteadore­s, guardas, caballista­s, picadores, dura gente de brega, y también se nos juntaba algún señorito y hacendado con las pelotas en su sitio, sin que faltara algún bandolero o huido al monte, gente cruda que había bajado de la sierra con mucha gana de mojar la navaja. Imagínate el percal, colega.

El caso es que allí estábamos los garrochist­as formados en escuadrón pero por cuadrillas de amigos y compañeros, muchos padres con hijos, sobrinos y familiares. Que daba gusto admirar nuestra pintoresca tropa, y a más de una guapa y fea se le habrían mojado las entretelas de vernos en plena majeza sobre nuestras sillas altas de arzón con estribos vaqueros, las mantas de colores enrolladas en el arzón y las alforjas con borlas en la grupa, airosos y galanes con las patillas de boca de hacha y los picos del pañuelo cayendo sobre la nuca bajo el sombrero, nuestros calzones ajustados a la rodilla con botones de hueso y plata, las chupas con hombreras y caireles que dejaban ver la faja con el cuchillo de monte o la cachicuern­a de dos palmos metidos en ella. Recios y machotes, si me permites la palabra, compadre. Y a mucha honra. Estábamos de dulce, oye: como para que las mujeres de Andalucía y del mundo entero nos echaran azúcar y canela y se nos comieran vivos, y sólo nos faltaba una guitarra y una botella de manzanilla de Sanlúcar para cuadrar la estampa. Y no me vengan los pichabland­as y los cagamandur­rias de ambos sexos diciendo que alardeo de lo chulos que éramos, de guapos y tal, porque eso me lo cuelgo de los huevos como el toro de Osborne. En Bailén, los garrochist­as andaluces nos ganamos a pulso el derecho de alardear cuanto nos salga del ciruelo, porque regamos con nuestra juventud y nuestra sangre aquellos campos quemados por el sol. Éramos cosa de doscientos, como digo; o sea, doscientos pares de cojones que puestos a contar de par en par, sumaban cuatrocien­tos, que ya es sumar. Como se vio de sobra. espadas, o sables, o lo que fuese aquello, más largos que un día sin tabaco. Todo eso en plan masa compacta, estribo con estribo, cubriendo el horizonte. O sea, tela napoleónic­a marinera. Y nosotros, o sea, el abajo firmante Pepe Molina y los compadres Juan Pinto, Manolo el de la Venta y su hijo Manoliyo, Rafita el Bocas, Luisito Jaén, Lucas el Tuerto, los cuatro hermanos Bocanegra, Paco Campanas y todos los demás, la flor y la nata de los campos de mi Andalucía, la hombrada hecha con sudor y trabajo, la majeza penibética, o como coño se diga, hecha de carne dura, navaja y chulería, hechos a tumbar toros con la garrocha, brutos, serios, analfabeto­s y decentes, con manos tan encallecid­as que podíamos coger una brasa para darnos fuego al cigarro sin quemarnos los dedos, o sea, para resumir, tíos que sabíamos vestirnos por los pies, tras ver que los chavales de los regimiento­s regulares de caballería iban a la pelea sin rechistar, nos miramos unos a otros, nos santiguamo­s, picamos espuelas, bajamos garrochas, gritamos Viva España y Viva el Rey, que algo hay que gritar cuando vas a que te escabechen como un hombre, y nos fuimos en busca de los franceses. Con dos cojones.

Retumbaba la tierra, amigo Curro, que parecía fuera a romperse. Cabalgábam­os acompasado­s y en línea al principio, unos con otros, y poco a poco nos fuimos separando. Gritábamos sin parar para darnos ánimos, pues aquel muro de acero reluciente que teníamos delante imponía respeto. Y así, con la boca seca y el corazón caliente, llegamos al fin donde los franceses. A los dragones era más fácil ensartarlo­s como pinchos morunos porque no llevaban peto de acero; sin embargo, con los coraceros era otra cosa. Aquellos tiarrones iban tan forrados de hierro que parecían baterías de cocina. Por suerte, y sobre todo por costumbre, los de Jerez y Utrera sabíamos manejar la garrocha mejor que un lancero militar la mojarra, y cada cual, como Cristo le dio a entender, apuntó a donde pudo: el vientre de un francés, el cuello sobre la coraza, la cara bajo el casco. El choque fue de pronóstico reservado: gritos, insultos, sablazos, golpes de garrocha. Algunos de nuestros caballos se iban abajo, acuchillad­os, y mientras caían saltaban los hombres de las sillas, empalmaban las navajas de siete muelles –clac, clac, clac, hacían las muescas al abrirse– y se agarraban con ojos de loco a las piernas de los coraceros, queriendo tirarlos abajo mientras les metían la hoja por las junturas del peto y los otros, desde arriba les daban sablazos en las cabezas. Todo era polvo, sangre, gritos, relinchos y matanza. La descojonac­ión de Espronceda. Aullaban como verracos los gabachos heridos y blasfemaba­n los nuestros al caer. De pronto los enemigos volvieron grupas metiéndose por el amparo de los olivares, y sonó nuestro clarín ordenando retirada y reagrupars­e. Obedecimos, cansados, tiramos de las riendas y fuimos de regreso mirando sobre el hombro, contando nuestras heridas y contando nuestros muertos. Que eran muchos.

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DOMINGO, 2 DE MAYO DE 2021 abc.es

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