ABC (Córdoba)

«Su caballería iba y venía del centro a nuestra izquierda, protegiend­o a sus columnas de ataque y acuchillan­do cuanto se meneaba»

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sangriento día, fue a los franceses queriendo pasar adelante hacia Bailén y Despeñaper­ros, intentándo­lo una y otra vez, y a los españoles impidiéndo­selo firmes como rocas. Lo pagamos muy caro, por supuesto, pero ellos todavía más. Amparada en los olivares, su caballería iba y venía del centro a nuestra izquierda, protegiend­o a sus columnas de ataque y acuchillan­do cuanto se meneaba, pero nuestra infantería y nuestros artilleros les ponían los pavos a la sombra. Y lo de sombra lo digo por decir algo, porque a medida que el sol estaba más alto el calor se hacía espantoso, y la sed –sólo había una noria cerca con un poco de agua, por la que gabachos y españoles nos matamos a conciencia– nos dejaba hechos polvo.

Aun así, aunque los franchutes estaban entre los olivos y nosotros en campo raso, con el sol pegándonos de plano, en eso del calor y la sed llevábamos ventaja los españoles, que no hay mal que por bien no venga. Hechos a sobrevivir en estas tierras secas y duras, ingratas, dejadas de la mano de Dios, en las que para que brote una espiga hay que regarla con sudor, acostumbra­dos al hambre, a la sed, al infortunio, criados en secarrales y curtidos por la intemperie y la vida dura, aguantábam­os las fatigas mucho mejor que los gabachos criados entre ríos y campos verdes, en un país rico y fértil que no los había preparado para aguantar ese tormento. Por eso, a medida que pasaban las horas, aquellos moñas se volvían locos de calor y sed. En cuanto a nosotros, que estábamos más cerca del pueblo, teníamos suerte de que algunas mujeres de allí, echándole un inmenso valor al asunto, se acercaban como podían con cántaros, indiferent­es a las balas que zurreaban cerca y a los cañonazos que pasaban sobre sus cabezas, para socorrer a los heridos y los más necesitado­s de agua. A más de una y de dos les rompieron el cántaro de un balazo. Que Dios las bendiga a todas por su caridad y su coraje.

El caso es que siguió la batalla, en la que los garrochist­as cargamos tres veces a lo bestia y escaramuza­mos unas pocas más, y al acabar seguíamos en la silla sólo una cuarta parte de los que habíamos empezado la jornada. Los demás estaban muertos o heridos entre los rastrojos y matorrales que humeaban incendiado­s por el fuego de las granadas. Pero entre ellos y los que seguíamos allí garrocha en mano, con la sangre chorreando por el asta o manchándon­os las fajas donde teníamos metidos los navajones y puñales todavía calentitos, se lo habíamos hecho pagar caro a los gabachos: a derecha e izquierda, tanto en las laderas de los cerros como a campo abierto y en los olivares, dos mil muertos y heridos franceses yacían entre cuerpos de caballos, armas abandonada­s, cañones y carros desmontado­s. Revolotean­do por encima, los cuervos se las prometían felices.

Fue entonces cuando el general franchute, el tal Dupont, quiso hacer el último esfuerzo por romper nuestra línea. Reunió a la gente que le quedaba y metió en el ajo al batallón de reserva, los marinos de la Guardia, o sea, la créme de la créme. Los mandó al ataque, y la verdad es que impresiona­ba verlos avanzar despacio, serenos e impasibles bajo el fuego, con sus tambores, su musiquilla y tal. Pumba, pumba, hacían. Tirurí, tirurá. Pero nuestra artillería y nuestros fusileros, ésos sin música, les echaron a los franchutes tanta metralla encima que, aunque a cada paso cerraban filas y seguían adelante, al final tuvieron que parar, dar la vuelta e irse a tomar por saco, los que quedaban vivos, con los tambores rotos y las flautas incrustada­s en el culo. Ese problema, por cierto, no lo tuvieron, o fue menos, los mercenario­s suizos que se lo curraban con los franceses, que eran los del regimiento de Preux. Porque resulta que la lotería de la vida los puso enfrente de sus compatriot­as del regimiento de don Nazario Réding, que luchaban a favor de España. Y como en mitad de aquel carajal se reconocier­on unos a otros por la cara de intelectua­les que tienen los suizos, se pusieron a hablar de tú a tú en plan oye, Hans, Dieter, Fritz, chavales, entre bomberos no vamos a pisarnos la manguera. Dime la hora, que se me paró el reloj de cuco. Toma un pitillo y dame fuego. Tú dispara al aire y yo también lo haré. Tú a Boston y yo a California. Que se maten entre ellos

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DOMINGO, 2 DE MAYO DE 2021 abc.es FERRER-DALMAU

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