ABC (Córdoba)

Algunas mujeres de allí, echándole un inmenso valor

RELATO INÉDITO DE Teníamos suerte de que PARA ABC al asunto, se acercaban como podían con cántaros, indiferent­es a las balas que zurreaban cerca y a los cañonazos que pasaban sobre sus cabezas, para

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esos pringaos españoles y franceses, que nosotros estamos aquí para cobrar. Etcétera. Así que vamos a llevarnos bien, colega, concluyero­n. Y al fin, tras pegarse una buena ensalada de tiros al principio, se llevaron luego de puta madre. Y en cuanto la cosa se les puso chunga, los que estaban con los gabachos, se pasaron a nuestro bando con la mayor naturalida­d del mundo.

Vobre el mediodía, más o menos, a los garrochist­as andaluces nos tocó la última carga. A bailar otra vez, nos dijeron. Al toro, criaturas, que es una mona. Estábamos pie a tierra junto a los caballos, mirando el panorama, cuando el clarín tocó a botasilla y luego a degüello. Así que, con las pocas fuerzas que nos quedaban, montamos otra vez, picamos espuelas, apretamos los dientes y nos fuimos de nuevo hacia los franceses. Entre los de Jerez y los de Utrera debíamos ya de quedar sólo unos cincuenta, o menos. Los caballos estaban tan cansados como nosotros, así que más que al galope tuvimos que cabalgar al trote largo, que acojona mucho al que lo hace porque enfrente les da tiempo a tirarte de todo. El objetivo era una formación de dragones y coraceros que se había reagrupado en el olivar, intentando colarse por nuestro flanco izquierdo. Había un par de cañones suyos y alguna infantería cerca, así que el camino hasta los gabachos lo hicimos mientras nos arrimaban buena candela, ya sabes, estallidos, metrallazo­s, relinchos, jinetes cayendo y nosotros cabalgando entre el humo y el polvo hasta ver relucir las corazas y sables enemigos. Viva España y tal. Una vez entre los olivos, ris, ras, tunc, clang, el combate se volvió individual, cada oveja con su pareja, y nos acuchillam­os unos y otros con mucha saña, como

Dios manda.

Aquélla era la cuarta carga que soportaba mi garrocha jerezana, y hasta allí llegó, pues se quebró cuando ensarté a un coracero, derribándo­lo del caballo y llevándose los pedazos de la vara de fresno con él. Me acometió luego un dragón pegando sablazos que esquivé encabritan­do el caballo mientras empalmaba la cachicuern­a. «Sacré cochon espagnol de la merde», me gritaba el tío en su parla, o algo parecido. Era un tío rubio con bigotito rizado, chaqueta con más bordados que el manto de la Macarena y trenzas muy bien peinadas oliendo más a colonia que a pólvora: un pavo así como en plan muy pijo. Traía una pinta de maricón de playa que te rilas, pero la verdad es que el hijoputa pegaba unos sablazos que temblaba el olivar. Y como de lejos olí la tostada y vi queme acabaría abriendo la cabeza, piqué fuerte, me metí bajo el sable agarrándom­e a su brazo, le mordí una oreja y me fui con él al suelo –la costalada fue tremenda– donde lo cosí a navajazos mientras él protestaba indignado: «Mais non, mais non, quesqueses­á monanfán, soltez mon orejé, le navajé nespá tampocuá un arma de caballeruá». Decía eso o algo parecido mirándome con reproche, el subnormal, mientras yo, que lo tenía trincado con los dientes por la oreja y con una mano por el pescuezo, le metía los dos palmos de Albacete, toma, toma, toma, para que almuerces y comas, y me jiñaba en sus putos muertos. Y cuando al fin Pierre el Perfumes, o como se llamara, dejó de menearse y se quedó tieso, le cogí el sable, que era un modelo que llaman del año XI, cojonudo –de Solingen, ponía la hoja–, me quité con la otra mano la sangre de la cara, escupí el cacho de oreja que se me había quedado dentro de la boca, eché una meada, me senté a la sombra de un olivo y encendí un Ducados. Yo he cumplido de sobra, pensé. No se quejarán de mí en Jerez, y la Mari Pepa se va a alegrar cuando vuelva, porque el aparejo lo tengo intacto. Ahora, que cumplan otros.

Y bueno, amigo Curro. De guerra eso es lo que vi aquel día. Que no fue poca. Al rato los jefes franceses empezaron a agitar pañuelos blancos y decir que se rendían. Asez, asez, mesamís, decían. Ne tirezpá, silvuplé. Y nos ofrecían cálices de oro y plata de las iglesias de Córdoba a cambio de un sorbo de agua. El caso es que dejaron las armas, y veinte mil fulanos, o lo que quedaba de ellos, pasaron a ser prisionero­s. Un tal Casado del Alisal, creo que se llama, un artista como Ferrer-Dalmau pero de mucho antes, pintó un cuadro; así que esa parte ya no hace falta que te la cuente, compadre. La guerra todavía iba a durar, y los españoles pagaríamos un precio muy alto por la victoria y por lo que vino después; porque nuestro amado rey Fernandito VII, por quien tanto bregamos y sufrimos, nos salió un grandísimo hijo de puta con garaje, piscina y balcones a la calle. Pero ésa ya es otra historia. El caso es que allí fue la primera vez que el victorioso ejército de Naboleón Malaparte cagó las plumas, y eso tiene su puntazo. Palmó en España, y lo hicimos los de siempre: Juan Pinto, Manolo el de la Venta y su hijo Manoliyo, Pepe el Bocas, Luisito Jaén, Lucas el Tuerto, los cuatro hermanos Bocanegra, Paco Campanas, el capitán Cherif y todos los demás: los que quedamos vivos y los que quedaron muertos, andaluces y españoles toda la vida. Brutales, generosos, duros, puñeteros, crueles, indiscipli­nados, broncos, valientes vasallos que nunca, si miras para arriba, tuvieron buenos señores. Gente hecha de sol y bronce, garrochist­as de Jerez y Utrera que, según cuentan los viejos del lugar –hay quien dice haberlo visto y oído, y yo lo creo–, cada 19 de julio un poco antes del alba, desde hace dos siglos y pico, salen de sus sepulcros y abandonan las sombras para cabalgar entre los olivares de Bailén aullando gritos de pelea.

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FERRER-DALMAU

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