IGLESIAS Y LA DEMOCRACIA SABIA
El líder de Podemos, el político más destructivo y tóxico en décadas, se va expulsado por la democracia, pero Sánchez se queda con un Gobierno letal y muchas explicaciones que dar
ABLO Iglesias ha sido políticamente tóxico hasta en su despedida. Le resultó imposible aceptar que su nulo tirón electoral se debió, en primera instancia, al rechazo político que había generado su persona no solo en la derecha, sino en la propia izquierda, bastante harta de sus gestos autoritarios, machistas y teatrales. Y en segunda instancia, al portazo que los madrileños dieron a la izquierda en su conjunto, más allá de siglas y candidatos. Iglesias vistió su adiós victimista con descalificaciones a la derecha ‘trumpista’, demostrando que no había aprendido nada de las dos semanas de campaña electoral y del veredicto de las urnas. Es lo que hay, por ejemplo, en Vallecas, mucha ‘derecha trumpista’, aunque lo cierto es que la despedida de Iglesias se pareció mucho a la de Donald Trump. Iglesias se ha ido de la política tan ignorante como empezó su andadura madrileña e insultando mucho, como siempre, para liberar la rabia de pasar de La Moncloa a la nada en poco más de un mes. De aquel Iglesias que descendió de los cielos de la vicepresidencia para salvar a una izquierda madrileña que pensó que clamaba por su presencia, solo queda el legado de un partido en declive, de una larga nómina de traiciones internas y de un período oscuro en la izquierda española.
Con Iglesias se va un político y una política, una forma de entender la cosa pública basada en la crispación, el enfrentamiento civil y el maniqueísmo de la lucha de clases, es decir, las peores
Pexcrecencias de la ideología comunista que representaba el exvicepresidente del Gobierno. Desde su llegada al espacio público con el movimiento 15-M, Iglesias aumentó la radicalización de un PSOE ya situado en el extremismo por Rodríguez Zapatero, privó a buena parte de la izquierda de cualquier cultura de respeto por la Constitución y normalizó la afinidad política con el mundo proetarra y los grupos violentos de la extrema izquierda. Tanto quejarse en su despedida de que Madrid ha normalizado el fascismo, cuando él tiene el demérito de haber justificado el matonismo de izquierda, la violencia de ETA y el golpismo del nacionalismo catalán.
Tanta paz encuentre Iglesias como deja en una democracia muy agradecida por su marcha; una democracia que es incapaz de archivar un solo logro de gestión para el bien común imputable a él, simplemente porque no lo hay. Sí será importante saber en algún momento a qué se dedicó desde la vicepresidencia del Gobierno, en la que controló la ‘política social’ del Ejecutivo. Pedro Sánchez podría dar una respuesta a esta incógnita, porque él, tan agazapado tras el revés electoral en Madrid, es el responsable de que Iglesias accediera al centro del poder político del país. Y gracias a esta posición pudo atacar impunemente a la Corona, a los jueces, a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y a toda institución democrática y representativa que se precie de serlo. Iglesias, el político más destructivo que hemos conocido en décadas, se va, pero Sánchez se queda con un gobierno de coalición con una profunda vía de agua y muchas explicaciones que dar. Sánchez tendrá que cambiar drásticamente su estrategia porque romper los consensos de Estado, malgestionar la pandemia y llevarnos a la ruina ya le pesa demasiado. Eso sí, sin Iglesias, sale ganando la democracia.
A auténtica razón de la debacle socialista ha aflorado al fin. Debemos el esclarecimiento a Carmen Calvo: «Para el PSOE es difícil hablar de cañas, de ex y de berberechos». Hay que agradecerle la sinceridad. Es normal que uno estalle, hombre ya, con tanta frivolidad.
Lo sospeché desde el principio. Se hablaba tanto de terrazas, se aludía a libertades tan concretas, tan vulgares... Salir, moverse, consumir... Imaginaba cómo debían sentirse los socialistas, hechos a las ideas abstractas, desinteresados siempre de lo material, anclados a una permanente trascendencia. Asqueados, claro. Espantados, atónitos, ajenos al universo de superficialidad de los obtusos tabernarios.
Y no lo sospeché porque sí. Sucede que recordaba, pues a fuego los tenía marcados, los intercambios intelectuales con el grupo comandado por Lastra en la cafetería del Congreso, la de encima del hemiciclo, donde me refugiaba cuando tomaban la palabra ‘los catalanes’, o ‘los vascos’.
Subía desalentado la estrecha escalera entre el
Lmar de escaños, siempre a punto de tropezar con la maldita moqueta, que debió conocer a O’Donnell. Abría la puertecita en lo alto, nervioso, sabedor de que detrás de ella me esperaba la sabiduría, de que estaba a punto de acceder a un mundo espiritual, sin bajezas. Corría alegre hacia los socialistas, no podía evitarlo, buscando en su mirada algún sentido a la vida. Si alguien lo conocía, solo podían ser ellos, que nunca descendían a lo tangible.
Lo más mundano a lo que se rebajaban los diputados de Sánchez era a comentar la relación entre Maquiavelo y los Médici. Pero no se sentían cómodos hasta que glosaban a un Jenófanes, por ejemplo. Yo me preparaba la noche antes a Heráclito para no defraudarles, y ellos iban a Jenófanes porque lo conocido en exceso les parecía de mal gusto. El día que pedí berberechos para todos me retiraron la palabra. Solo me la volvieron a dirigir –con monosílabos de momento– el día que expliqué, en un volumen de voz ligeramente elevado, la voluntad de poder a un camarero que intentaba zafarse mediante todo tipo de subterfugios.
Vi que los diputados del PSOE, desde sus mesas, donde solo se consumía café, no negaban con la cabeza, no reprobaban como solían, mirando al techo. Al ser gente tan fina, te censuran tratando de no ofender. Puesto que mi discurso nietzscheano no chirriaba, pude reintegrarme poco a poco en el círculo de la sabiduría desinteresada.
Una mañana noté que cuando alguno de ellos decía cierta cosa, los demás callaban y adoptaban una actitud de respeto con todo su cuerpo. Afinando el oído, identifiqué las palabras ‘autos epha’. Recurrí a un socialista de confianza. Todos dominan el griego. Significaba ‘lo ha dicho él’. Habían tomado la expresión de los pitagóricos (que eludían las alubias) para zanjar cualquier discusión. ‘Él’ era Sánchez. Al final no logré mantener el nivel y me entregué al berberecho.