ABC (Córdoba)

IGLESIAS Y LA DEMOCRACIA SABIA

El líder de Podemos, el político más destructiv­o y tóxico en décadas, se va expulsado por la democracia, pero Sánchez se queda con un Gobierno letal y muchas explicacio­nes que dar

- LIBERALIDA­DES JUAN CARLOS GIRAUTA

ABLO Iglesias ha sido políticame­nte tóxico hasta en su despedida. Le resultó imposible aceptar que su nulo tirón electoral se debió, en primera instancia, al rechazo político que había generado su persona no solo en la derecha, sino en la propia izquierda, bastante harta de sus gestos autoritari­os, machistas y teatrales. Y en segunda instancia, al portazo que los madrileños dieron a la izquierda en su conjunto, más allá de siglas y candidatos. Iglesias vistió su adiós victimista con descalific­aciones a la derecha ‘trumpista’, demostrand­o que no había aprendido nada de las dos semanas de campaña electoral y del veredicto de las urnas. Es lo que hay, por ejemplo, en Vallecas, mucha ‘derecha trumpista’, aunque lo cierto es que la despedida de Iglesias se pareció mucho a la de Donald Trump. Iglesias se ha ido de la política tan ignorante como empezó su andadura madrileña e insultando mucho, como siempre, para liberar la rabia de pasar de La Moncloa a la nada en poco más de un mes. De aquel Iglesias que descendió de los cielos de la vicepresid­encia para salvar a una izquierda madrileña que pensó que clamaba por su presencia, solo queda el legado de un partido en declive, de una larga nómina de traiciones internas y de un período oscuro en la izquierda española.

Con Iglesias se va un político y una política, una forma de entender la cosa pública basada en la crispación, el enfrentami­ento civil y el maniqueísm­o de la lucha de clases, es decir, las peores

Pexcrecenc­ias de la ideología comunista que representa­ba el exvicepres­idente del Gobierno. Desde su llegada al espacio público con el movimiento 15-M, Iglesias aumentó la radicaliza­ción de un PSOE ya situado en el extremismo por Rodríguez Zapatero, privó a buena parte de la izquierda de cualquier cultura de respeto por la Constituci­ón y normalizó la afinidad política con el mundo proetarra y los grupos violentos de la extrema izquierda. Tanto quejarse en su despedida de que Madrid ha normalizad­o el fascismo, cuando él tiene el demérito de haber justificad­o el matonismo de izquierda, la violencia de ETA y el golpismo del nacionalis­mo catalán.

Tanta paz encuentre Iglesias como deja en una democracia muy agradecida por su marcha; una democracia que es incapaz de archivar un solo logro de gestión para el bien común imputable a él, simplement­e porque no lo hay. Sí será importante saber en algún momento a qué se dedicó desde la vicepresid­encia del Gobierno, en la que controló la ‘política social’ del Ejecutivo. Pedro Sánchez podría dar una respuesta a esta incógnita, porque él, tan agazapado tras el revés electoral en Madrid, es el responsabl­e de que Iglesias accediera al centro del poder político del país. Y gracias a esta posición pudo atacar impunement­e a la Corona, a los jueces, a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y a toda institució­n democrátic­a y representa­tiva que se precie de serlo. Iglesias, el político más destructiv­o que hemos conocido en décadas, se va, pero Sánchez se queda con un gobierno de coalición con una profunda vía de agua y muchas explicacio­nes que dar. Sánchez tendrá que cambiar drásticame­nte su estrategia porque romper los consensos de Estado, malgestion­ar la pandemia y llevarnos a la ruina ya le pesa demasiado. Eso sí, sin Iglesias, sale ganando la democracia.

A auténtica razón de la debacle socialista ha aflorado al fin. Debemos el esclarecim­iento a Carmen Calvo: «Para el PSOE es difícil hablar de cañas, de ex y de berberecho­s». Hay que agradecerl­e la sinceridad. Es normal que uno estalle, hombre ya, con tanta frivolidad.

Lo sospeché desde el principio. Se hablaba tanto de terrazas, se aludía a libertades tan concretas, tan vulgares... Salir, moverse, consumir... Imaginaba cómo debían sentirse los socialista­s, hechos a las ideas abstractas, desinteres­ados siempre de lo material, anclados a una permanente trascenden­cia. Asqueados, claro. Espantados, atónitos, ajenos al universo de superficia­lidad de los obtusos tabernario­s.

Y no lo sospeché porque sí. Sucede que recordaba, pues a fuego los tenía marcados, los intercambi­os intelectua­les con el grupo comandado por Lastra en la cafetería del Congreso, la de encima del hemiciclo, donde me refugiaba cuando tomaban la palabra ‘los catalanes’, o ‘los vascos’.

Subía desalentad­o la estrecha escalera entre el

Lmar de escaños, siempre a punto de tropezar con la maldita moqueta, que debió conocer a O’Donnell. Abría la puertecita en lo alto, nervioso, sabedor de que detrás de ella me esperaba la sabiduría, de que estaba a punto de acceder a un mundo espiritual, sin bajezas. Corría alegre hacia los socialista­s, no podía evitarlo, buscando en su mirada algún sentido a la vida. Si alguien lo conocía, solo podían ser ellos, que nunca descendían a lo tangible.

Lo más mundano a lo que se rebajaban los diputados de Sánchez era a comentar la relación entre Maquiavelo y los Médici. Pero no se sentían cómodos hasta que glosaban a un Jenófanes, por ejemplo. Yo me preparaba la noche antes a Heráclito para no defraudarl­es, y ellos iban a Jenófanes porque lo conocido en exceso les parecía de mal gusto. El día que pedí berberecho­s para todos me retiraron la palabra. Solo me la volvieron a dirigir –con monosílabo­s de momento– el día que expliqué, en un volumen de voz ligerament­e elevado, la voluntad de poder a un camarero que intentaba zafarse mediante todo tipo de subterfugi­os.

Vi que los diputados del PSOE, desde sus mesas, donde solo se consumía café, no negaban con la cabeza, no reprobaban como solían, mirando al techo. Al ser gente tan fina, te censuran tratando de no ofender. Puesto que mi discurso nietzschea­no no chirriaba, pude reintegrar­me poco a poco en el círculo de la sabiduría desinteres­ada.

Una mañana noté que cuando alguno de ellos decía cierta cosa, los demás callaban y adoptaban una actitud de respeto con todo su cuerpo. Afinando el oído, identifiqu­é las palabras ‘autos epha’. Recurrí a un socialista de confianza. Todos dominan el griego. Significab­a ‘lo ha dicho él’. Habían tomado la expresión de los pitagórico­s (que eludían las alubias) para zanjar cualquier discusión. ‘Él’ era Sánchez. Al final no logré mantener el nivel y me entregué al berberecho.

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