Hace 40 años
órdoba ha sido innecesariamente dura con el joven concejal dimitido de Podemos. La justicia ha estado ciega con él, como es costumbre en la justicia. Al seguidor de Iglesias lo acusaron con éxito de haber cogido de un cajero automático un dinero que alguien había olvidado. Alguien que debía de ir tan concentrado «de su corazón a sus asuntos», que no reparó en lo accesorio: 110 euros. Con ese dinero no tendría el también dimitido Pablo Iglesias ni para el taxi que lo llevaba a los debates y a los mítines. El concejal cordobés ha reconocido que cometió un error, que se equivocó, y por eso cogió lo que no era suyo. Es fácil equivocarse en una situación como la del joven ex, único y unánime ante un cajero automático de Córdoba. Vio el dinero, no vio a nadie cerca, y lo cogió pensando que se trataba de dinero público, que no tiene dueño, según afortunada conclusión de una pensadora socialista. Supuso que se trataba de ‘res nullius’, como dicen los juristas, ‘cosa de nadie’, si el lector me permite que traduzca para enterarme yo de lo que escribo. El dinero estaba allí, abandonado y tentador, como una vicetiple después de un espectáculo de variedades. Nadie iba a buscarlo, nadie lo reclamaba. ¿Qué podía hacer entonces un concejal de Podemos, educado en la doctrina de la función social del dinero? Pablo Iglesias ni siquiera hubiera admitido el error. Para el jefe se trataría de un acto de justicia revolucionaria, por el que volvía al pueblo oprimido lo que el capitalismo opresor le había arrebatado: 110 euros. La señora que por exceso de celo capitalista denunció la equivocación, ni siquiera nos ha aclarado si es funcionaria o alto cargo de la Administración, en cuyo caso, más a favor del concejal errado. Porque sus emolumentos entrarían en la categoría de dinero público, al alcance de todos los españoles, como el Nodo del general Franco. El único dinero privado es el que lleva la gente en sus bolsillos, protegido por un botón o una cremallera. Todo lo demás es dinero público: el de los bancos, el de los partidos políticos, el de los ERE, el de la familia Pujol, y la pensión de excombatiente que va a embolsarse Pablo Iglesias.
Podría suceder que el concejal errado haya aprendido a valorar el dinero, pero ignora el valor del silencio. Y se ha despedido haciendo el ridículo: «Dimito con la cabeza muy alta y la conciencia tranquila». Mi frecuentado lord Chesterfield escribió a su hijo que «el ridículo es la prueba de la verdad». Porque el ridículo ha puesto de relieve los puntos vulnerables de la causa del concejal errado: la cabeza y la conciencia. La tranquilidad de conciencia debe de venir en los estatutos de su partido, que tantas conciencias tranquilas ha dado a España: Pablo Iglesias, Pablo Echenique, Juan Carlos Monedero, Irene Montero, Isa Serra, y gente así, fácil de tranquilizar. Desde los griegos se sabe que la mejor forma tranquilizar la conciencia es sustituyéndola por la política. Cuando uno piensa que podría morirse con la cabeza gacha y la conciencia cabreada por sus muchos pecados y equivocaciones, siente el impulso psicoanalítico de afiliarse a Podemos. Donde habita la inocencia.
IEL al desdén altivo que distingue su floja ejecutoria, el presidente del Gobierno decidió no mover ni un pósit para favorecer una transición ordenada tras el levantamiento de un estado de alarma de seis meses, promovido por él mismo en octubre argumentando «una situación extrema». Presidentes de comunidades de todos los colores, ¡hasta los nacionalistas!, le habían pedido encarecidamente que preparase una alternativa. Casado lleva ofreciéndole desde abril de 2020 un plan B, un acuerdo para una reforma legal que permitiese tomar medidas en toda España sin necesidad de llegar al estado de alarma. Ni caso. Sánchez se limitó a endosarle la patata caliente al Supremo y a seguir con sus bolos internacionales, donde se deleita contemplándose como gran estadista internacional de cartón piedra y no admite preguntas de la prensa española (ante el estruendoso silencio de nuestras asociaciones de periodistas, que con correcta alma progresista clamaban airadas contra el supuesto ‘plasma de Rajoy’).
Pasar del todo a la nada de repente parecía muy arriesgado, porque el civismo de los españoles es mejorable y porque somos uno de los países más parranderos del orbe ¿Resultado? Jarana en las calles de España al minuto de caer la alarma, con el consiguiente peligro sanitario. Aquella que Zapatero denominaba con arrobo «la generación mejor preparada de la historia» organizó El Gran Botellón de Sánchez, que contrasta de manera lacerante con las cifras todavía muy serias de la pandemia. Esas imágenes, que han dado la vuelta al mundo, obligaron al ministro de Justicia a rectificar y a decir ahora que está dispuesto a una reforma legal como la que venía reclamándole el PP. Pero ni siquiera en la envainada han estado finos. Un asunto de esta importancia no se puede soltar en una línea de un artículo en el periódico afín, como hizo ayer el ministro Campo. Ni tampoco puede ese ministro desmentirse a sí mismo horas después. De tebeo.
¿Por qué no se dirige Sánchez a los españoles ante un tema tan relevante? ¿Dónde está aquel presidente que okupaba la televisión a todas horas? Pues de paseo por Oporto y Atenas, mudo sobre el eco de su derrota en Madrid y mudo sobre un reto jurídico-sanitario de primer orden. ¿Y a qué se dedica? Pues a presumir de la vacunación, donde no pinta nada, pues depende de la UE y las comunidades; y a atribuirse una ayuda europea que ni ha llegado. Resulta desconcertante que Sánchez se haya negado a actuar ante el fin de la alarma. Lo tenía muy fácil. Podría haber alcanzado un cómodo acuerdo con el PP y hasta colgarse una medalla de presidente dialogante y operativo. Entonces, ¿por qué este inexcusable pasotismo? La respuesta tal vez radique en la psicología del personaje. Rodeado de un círculo de gurús/pelotas de cámara, víctima de un síndrome de La Moncloa de caballo, desconectado de la calle y el pulso de la sociedad, aislado en una torre de marfil narcisista, se ha creído que levita sobre el bien y el mal. Si una realidad no me gusta, no existe. Pero el truco empieza a fallar. Ahí está el 4-M.