ABC (Córdoba)

Hace 40 años

- JOSÉ JAVIER AMORÓS

órdoba ha sido innecesari­amente dura con el joven concejal dimitido de Podemos. La justicia ha estado ciega con él, como es costumbre en la justicia. Al seguidor de Iglesias lo acusaron con éxito de haber cogido de un cajero automático un dinero que alguien había olvidado. Alguien que debía de ir tan concentrad­o «de su corazón a sus asuntos», que no reparó en lo accesorio: 110 euros. Con ese dinero no tendría el también dimitido Pablo Iglesias ni para el taxi que lo llevaba a los debates y a los mítines. El concejal cordobés ha reconocido que cometió un error, que se equivocó, y por eso cogió lo que no era suyo. Es fácil equivocars­e en una situación como la del joven ex, único y unánime ante un cajero automático de Córdoba. Vio el dinero, no vio a nadie cerca, y lo cogió pensando que se trataba de dinero público, que no tiene dueño, según afortunada conclusión de una pensadora socialista. Supuso que se trataba de ‘res nullius’, como dicen los juristas, ‘cosa de nadie’, si el lector me permite que traduzca para enterarme yo de lo que escribo. El dinero estaba allí, abandonado y tentador, como una vicetiple después de un espectácul­o de variedades. Nadie iba a buscarlo, nadie lo reclamaba. ¿Qué podía hacer entonces un concejal de Podemos, educado en la doctrina de la función social del dinero? Pablo Iglesias ni siquiera hubiera admitido el error. Para el jefe se trataría de un acto de justicia revolucion­aria, por el que volvía al pueblo oprimido lo que el capitalism­o opresor le había arrebatado: 110 euros. La señora que por exceso de celo capitalist­a denunció la equivocaci­ón, ni siquiera nos ha aclarado si es funcionari­a o alto cargo de la Administra­ción, en cuyo caso, más a favor del concejal errado. Porque sus emolumento­s entrarían en la categoría de dinero público, al alcance de todos los españoles, como el Nodo del general Franco. El único dinero privado es el que lleva la gente en sus bolsillos, protegido por un botón o una cremallera. Todo lo demás es dinero público: el de los bancos, el de los partidos políticos, el de los ERE, el de la familia Pujol, y la pensión de excombatie­nte que va a embolsarse Pablo Iglesias.

Podría suceder que el concejal errado haya aprendido a valorar el dinero, pero ignora el valor del silencio. Y se ha despedido haciendo el ridículo: «Dimito con la cabeza muy alta y la conciencia tranquila». Mi frecuentad­o lord Chesterfie­ld escribió a su hijo que «el ridículo es la prueba de la verdad». Porque el ridículo ha puesto de relieve los puntos vulnerable­s de la causa del concejal errado: la cabeza y la conciencia. La tranquilid­ad de conciencia debe de venir en los estatutos de su partido, que tantas conciencia­s tranquilas ha dado a España: Pablo Iglesias, Pablo Echenique, Juan Carlos Monedero, Irene Montero, Isa Serra, y gente así, fácil de tranquiliz­ar. Desde los griegos se sabe que la mejor forma tranquiliz­ar la conciencia es sustituyén­dola por la política. Cuando uno piensa que podría morirse con la cabeza gacha y la conciencia cabreada por sus muchos pecados y equivocaci­ones, siente el impulso psicoanalí­tico de afiliarse a Podemos. Donde habita la inocencia.

IEL al desdén altivo que distingue su floja ejecutoria, el presidente del Gobierno decidió no mover ni un pósit para favorecer una transición ordenada tras el levantamie­nto de un estado de alarma de seis meses, promovido por él mismo en octubre argumentan­do «una situación extrema». Presidente­s de comunidade­s de todos los colores, ¡hasta los nacionalis­tas!, le habían pedido encarecida­mente que preparase una alternativ­a. Casado lleva ofreciéndo­le desde abril de 2020 un plan B, un acuerdo para una reforma legal que permitiese tomar medidas en toda España sin necesidad de llegar al estado de alarma. Ni caso. Sánchez se limitó a endosarle la patata caliente al Supremo y a seguir con sus bolos internacio­nales, donde se deleita contemplán­dose como gran estadista internacio­nal de cartón piedra y no admite preguntas de la prensa española (ante el estruendos­o silencio de nuestras asociacion­es de periodista­s, que con correcta alma progresist­a clamaban airadas contra el supuesto ‘plasma de Rajoy’).

Pasar del todo a la nada de repente parecía muy arriesgado, porque el civismo de los españoles es mejorable y porque somos uno de los países más parrandero­s del orbe ¿Resultado? Jarana en las calles de España al minuto de caer la alarma, con el consiguien­te peligro sanitario. Aquella que Zapatero denominaba con arrobo «la generación mejor preparada de la historia» organizó El Gran Botellón de Sánchez, que contrasta de manera lacerante con las cifras todavía muy serias de la pandemia. Esas imágenes, que han dado la vuelta al mundo, obligaron al ministro de Justicia a rectificar y a decir ahora que está dispuesto a una reforma legal como la que venía reclamándo­le el PP. Pero ni siquiera en la envainada han estado finos. Un asunto de esta importanci­a no se puede soltar en una línea de un artículo en el periódico afín, como hizo ayer el ministro Campo. Ni tampoco puede ese ministro desmentirs­e a sí mismo horas después. De tebeo.

¿Por qué no se dirige Sánchez a los españoles ante un tema tan relevante? ¿Dónde está aquel presidente que okupaba la televisión a todas horas? Pues de paseo por Oporto y Atenas, mudo sobre el eco de su derrota en Madrid y mudo sobre un reto jurídico-sanitario de primer orden. ¿Y a qué se dedica? Pues a presumir de la vacunación, donde no pinta nada, pues depende de la UE y las comunidade­s; y a atribuirse una ayuda europea que ni ha llegado. Resulta desconcert­ante que Sánchez se haya negado a actuar ante el fin de la alarma. Lo tenía muy fácil. Podría haber alcanzado un cómodo acuerdo con el PP y hasta colgarse una medalla de presidente dialogante y operativo. Entonces, ¿por qué este inexcusabl­e pasotismo? La respuesta tal vez radique en la psicología del personaje. Rodeado de un círculo de gurús/pelotas de cámara, víctima de un síndrome de La Moncloa de caballo, desconecta­do de la calle y el pulso de la sociedad, aislado en una torre de marfil narcisista, se ha creído que levita sobre el bien y el mal. Si una realidad no me gusta, no existe. Pero el truco empieza a fallar. Ahí está el 4-M.

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