ABC (Córdoba)

Un menor cuenta a ABC cómo cruzó saltando la valla y fue repatriado en caliente

- DAVID ALANDETE ENVIADO ESPECIAL A CIUDAD JUÁREZ

Ya era noche cerrada y Alfredo G., de 17 años, se escondía entre unos arbustos, a apenas tres metros de la frontera con Estados Unidos. Al otro lado, el sueño americano. De este, pura arena del desierto y una valla de acero de casi cinco metros de altura. Este adolescent­e había huido a pie hacía unos días de su casa en Ascensión, 100 kilómetros al sur de este punto de la frontera, en el mismo estado de Chihuahua, y se había juntado con un grupo de otros seis que habían improvisad­o una escalera con unas varas de acero de las que se usan en la construcci­ón para reforzar pilones de hormigón.

Esperaron unas horas, y en el momento adecuado, apoyaron la precaria escalera sobre la valla y saltaron, uno a uno. Pasaron todos, pero quedaron en pleno desierto, al oeste de El Paso. La patrulla fronteriza los detuvo en seguida, y a la mañana siguiente los deportó por la vía rápida. «Pasó todo bien deprisa», recuerda hoy Alfredo a las puertas del albergue para menores en Ciudad Juárez, a la espera de que sus padres lo lleven de vuelta a Ascensión.

El caso de Alfredo, que es mexicano, como el de los otros 70 menores que en este momento viven en este albergue cerrado a cal y canto y rodeado de todas las medidas de seguridad, es la prueba de que en realidad el Gobierno de EE.UU. sí deporta a menores de edad, en contra de lo que lleva diciendo el presidente Joe Biden desde que juró el cargo en enero. De hecho, aquí han sido internados en lo que va de año casi mil menores, en su mayoría mexicanos como Alfredo, pero también de Guatemala, Honduras y El Salvador. Para estos chavales, las promesas de Biden de no devolver en caliente a los menores han sido un efecto llamada, que les ha llevado a probar, cuando nada tenían que perder y la alternativ­a era una vida de miseria trabajando para el imperio fronterizo del crimen organizado.

Alfredo, un chaval que parece menor de lo que dice ser, de pelo ralo y mirada pícara, no tiene claro qué iba a hacer en EE.UU. si lograba el asilo. «La vagancia», responde, con media sonrisa, cuando se le preguntan sus motivos.

Está claro que para él todo esto ha sido una aventura, y que el cruce y la detención por parte de la ‘migra’ no es ni de lejos lo peor que ha pasado en su corta vida por estos parajes. Asegura Alfredo que no le pagó a ningún pollero –como se conoce aquí a los traficante­s de personas– por hacer el cruce, que se juntó con unos conocidos, se hicieron con las varas de acero para la escalera y saltaron. «Muchos pasan. Y bueno nosotros pasamos, solo que nos devolviero­n».

Pasó el menor una noche detenido en una celda con los demás que cruzaron con él. A la mañana siguiente no tenía claro si lo había conseguido, si se había quedado por fin en EE.UU., pero pronto se le quitaron las ilusiones cuando lo subieron en un autobús y vio el puente que cruza a Ciudad Juárez. Él es de aquí, del estado de Chihuahua, y en seguida supo que volvía a casa, repatriado. Pasó a manos de las autoridade­s mexicanas, que por ser menor le llevaron al centro de atención a menores Nohemí Álvarez Quillay. Aquí pasó una noche, la del viernes, y dio a los trabajador­es que lo atendieron el teléfono de su madre, para que viniera.

Son muchos los menores de Centroamér­ica que están cruzando todo México, solos o acompañado­s de sus familiares, para cruzar a EE.UU. de forma ilegal, con la esperanza de que no los deporten. Pero todavía son más los menores mexicanos que se les suman, huyendo de unas vidas de violencia y miseria que nada tienen que envidiar a las de aquellos que vienen de Honduras, Guatemala o El Salvador. Según el más reciente informe del Instituto Nacional de Migración mexicano, de enero a marzo fueron repatriado­s a este estado 668 menores que cruzaron a EE.UU., 539 de ellos por Ciudad Juárez.

Promesa no cumplida

Esta realidad contradice las palabras del presidente Biden, quien a finales de marzo dijo en un discurso en la Casa Blanca que «nunca dejaría que un niño solo se muera de hambre al otro lado de la frontera porque ningún otro presidente excepto Trump ha hecho eso». Lo cierto, sin embargo, es que la Casa Blanca de Biden mantiene intactas las medidas que más afectan a estos menores aprobadas por Donald Trump: la normativa para que esperen una decisión sobre sus peticiones de asilo en México, y el cierre completo de la frontera por la emergencia de la pandemia. Es decir, el nuevo presidente promete a estos niños una vida mejor, pero a efectos prácticos la frontera está tan cerrada para ellos como con Trump.

Desde la llegada de Biden al poder se ha disparado el cruce de niños solos, y hoy hay casi 22.000 bajo custodia de la Administra­ción estadounid­ense, en unos centros de acogida completame­nte saturados. A los menores mexicanos, por lo tanto, se les repatría. En cuestión de horas, son entregados por agentes de inmigració­n estadounid­enses a las autoridade­s mexicanas en la mitad del puente internacio­nal que une a Ciudad Juárez con El Paso. De ahí van al albergue Nohemí Álvarez Quillay, de donde no se les permite la salida, dados los ya de por sí graves problemas de seguridad de Juárez, una de las ciudades más peligrosas del mundo. Alfredo Villa, que es el director de este centro, asegura que hoy por hoy, a principios de marzo, ya se han superado las cifras de menores atendidos en todo el año 2020. Esta noche le quedan apenas cuatro camas libres. Si EE.UU. suelta a cinco menores más, ya no tendrá capacidad de atenderles a todos. «No estamos aún saturados, pero sí estamos preocupado­s porque si sigue esta tendencia sí vamos a superar todos los números y va a llegar el momento en el que nos supere esto y necesitemo­s a lo mejor ahí sí reforzar el equipo, reforzar las atenciones», asegura el director.

Al menos Alfredo G., el menor de Ascensión, acaba de dejar libre una de las camas de litera hechas de madera donde duermen estos niños. Su madre, Cruz Elena, acaba de entrar a recogerle, y sale con una carpeta con los documentos del Estado mexicano sobre su caso. Afuera, le esperan en un coche de color rojo su padre y sus dos hermanos, uno mayor que él y una niña menor. La madre trae cara de sufrimient­o. «Está feo lo que ha hecho, está mal», dice, tras jurar que no sabía dónde se había marchado su hijo. «Las cosas aquí no están bien, pero no es para hacer esto, podría haberle pasado algo». Él se sonríe. «Veremos», responde cuando se le pregunta si volverá a intentar el cruce.

La historia de Alfredo G. Un menor mexicano de 17 años huye de una vida de miseria y violencia pero es expulsado por la vía rápida

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ABC Alfredo G., de 17 años, tras encontrars­e con su madre en Juárez
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