Benjamin Ferencz, el último fiscal de los juicios de Núremberg
Ha fallecido a los 103 años el hombre que utilizó por primera vez el término «genocidio» para describir el Holocausto
Su sueño declarado era un mundo en paz, al menos no volver a vivir una guerra en suelo europeo, y no pudo verlo cumplido. Hace poco más de un año, Rusia hizo revivir sus peores demonios al invadir Ucrania y Benjamin Ferencz abandonó su retirada de la escena pública para volver a defender el sistema legal internacional creado para castigar los crímenes de guerra al que dedicó buena parte de su vida. A sus 103 años de edad, desde su última residencia en Florida, donde falleció el sábado, confesaba estar experimentando «un perverso retorno al pasado» y no ocultaba su frustración: «Siento que todos nosotros, en alguna medida, hemos fracasado».
Nació en 1920, en lo que entonces era la Transilvania húngara, y llegó a los Estados Unidos siendo sólo un bebé, en brazos de sus padres judíos. La familia realizó el viaje en tercera clase y él reía repitiendo que tomaron aquella elección «sólo porque no había una más barata». El talentoso joven recibió una beca y pudo estudiar Derecho en la Universidad de Harvard. Al declararse la Segunda Guerra Mundial, dejó todo para alistarse y participó en la invasión aliada de Normandía. Sus conocimientos de la lengua alemana y sus estudios sobre leyes lo hicieron después apropiado a ojos de sus mandos para una sección que investigaba los crímenes de guerra cometidos por los nazis, destino que se convirtió en su auténtica vocación. Tenía entonces 27 años. El primer campo que vio con sus propios ojos fue el de Ohrdruf, un campo satélite del campo de concentración de Buchenwald. Allí encontró a cientos de personas muriendo de hambre detrás del alambre de púas, imagen que le acompañaría para siempre. «Atisbé el infierno», escribió. Después documentó los horrores de Buchenwald y Mauthausen. «Lo primero que hacía siempre era ir a la oficina del secretario de las SS en busca de pruebas escritas, allí solía estar todo», restaría después importancia a su trabajo. No le gustaba que se refiriesen a él como «cazador de nazis» y a menudo relataba que su trabajo fue «más bien el de un contable: calculadora en mano, sumé y sumé muertos en unos y otros campos hasta que, cuando pasé del millón, dejé de contar».
En su alegato inicial, utilizó por primera vez el término de «genocidio», que sentó allí jurisprudencia. Estaba apunto de regresar a casa cuando le llegó un telegrama del Pentágono con el nombramiento de fiscal jefe en uno de los juicios por crímenes de guerra que iban a tener lugar en Núremberg contra miembros de los Einsatzgruppen, que habían asesinado a más de un millón de judíos y gitanos en la Unión Soviética. «La venganza no era el objetivo, sino uno mucho más ambicioso, se trataba de garantizar que todo ser humano tuviese en el futuro derecho a vivir en paz y con dignidad, independientemente de su religión o raza e incluso en situación de guerra», explicaba una y otra vez en las innumerables conferencias y visitas a colegios y universidades en las que, después de su jubilación, siguió promoviendo la labor de la Corte Penal Internacional, que él mismo ayudó a fundar en La Haya en la década de los 90. Siempre con camisa, corbata y tirantes, perfectamente acicalado, se interesaba por las lecturas de sus interlocutores y era un gran admirador de la Escuela de Salamanca, a cuyos autores señalaba como precursores de la protección internacional de los Derechos Humanos. Hace un año exigió públicamente que el presidente ruso fuera llevado ante la Justicia por presuntos crímenes de guerra y su última botella de champán la descorchó para celebrar la emisión de la orden de arresto.
Un «contable» del horror «Sumé y sumé muertos en unos y otros campos hasta que hasta que, cuando pasé del millón, dejé de contar»