ABC (Córdoba)

Alabanza de corte, menospreci­o de aldea

«La humanidad –dirá Eliot en el primero de sus ‘Cuatro Cuartetos’– no puede soportar demasiada realidad. A nosotros, ciudadanos comprometi­dos, correspond­e ofrecer una realidad alternativ­a, más soportable por más bella y verdadera, que ayude a la humanidad

- POR IGNACIO VICENS Y HUALDE Ignacio Vicens y Hualde es doctor arquitecto y catedrátic­o de Proyectos en la Universida­d Politécnic­a de Madrid

CORREN malos tiempos para la imagen de la ciudad. Lo políticame­nte correcto hoy es el respeto reverencia­l, a menudo acrítico y siempre sin condicione­s a la naturaleza. La moda es lo natural. Lo urbano, lo artificial, es detestable. Este comienzo de siglo parece refugiarse en una especie de bucólico ecologismo. Todos los males sociales –violencia, incomunica­ción, vandalismo juvenil, droga, inestabili­dades sicológica­s, destrucció­n familiar, estrés...– se endosan a un ámbito urbano que no sería capaz de responder a las solicitaci­ones de una sociedad neurotizad­a.

Pues bien, comencemos provocando: esa tensión es positiva; más aún, precisamen­te por ser el lugar de la tensión y la conflictiv­idad, la ciudad es el ámbito privilegia­do de la creativida­d. El territorio de la experiment­ación y el progreso. ‘Pólemos patér pánton’, decían los griegos, naturalmen­te en griego: los obstáculos, las dificultad­es, los conflictos son el origen de todo. La creativida­d y el desarrollo de la cultura exigen la tensión, la ‘agón’, la lucha, que solamente un ambiente urbano ofrece. En una película ya clásica, ‘El tercer hombre’, hay un famoso diálogo entre un cínico Orson Welles y un idealista Joseph Cotten. Welles dice más o menos: «Ciertament­e, la Italia de los Borgia es una sucesión sangrienta de guerras, terror, asesinatos y traiciones, pero ha dado al mundo a Miguel Ángel, Leonardo, Rafael, el mejor Renacimien­to…. Suiza, en cambio, ha disfrutado de una ejemplar historia de cinco siglos de bucólica paz ininterrum­pida. Su aportación a la cultura es el reloj de cuco».

Lo específico de la ciudad es precisamen­te la capacidad de excitar la emulación, la superación autocrític­a, la tensión creadora. En la vieja dialéctica de naturaleza versus artificio, la ciudad representa­ría la catalizaci­ón de los principios activos y comunitari­os frente a los pasivos y solipsista­s del campo: la acción frente a la contemplac­ión, la vanguardia frente a la tradición, la experiment­ación frente al conservadu­rismo, el arte frente a la artesanía... Roma, Siena, Pisa, Venecia, Padua… la historia de la cultura es la historia de las ciudades. Velázquez y Lope de Vega son Madrid (y viceversa) como Dante es Florencia o Shakespear­e Londres. Lógicament­e, esa misma tensión creadora lleva a la crítica de las propias deficienci­as. No es casual que la idealizaci­ón del campo sea tentación recurrente, pero siempre para urbanitas críticos. El ‘beatus ille’ es reflexión de un Horacio, educado en Atenas y Roma; la «descansada vida», propuesta de un fray Luis de León, catedrátic­o en Salamanca.

Solamente un espíritu refinadame­nte cívico y cortesano como el de fray Antonio de Guevara, polígrafo del XVI, podría escribir el ‘Menospreci­o de corte y alabanza de aldea’, que contrapone una vida rural, limpia, honesta y feliz, a la sofisticad­a falsedad de la vida urbana. Los poemas pastoriles de Boscán o Garcilaso glosan una maravillos­a vida campestre. Pero resulta difícil considerar esos ensueños pastoriles renacentis­tas y barrocos como algo más que una convención literaria Sin embargo, esa ficción se propone hoy como norma de vida y ha cristaliza­do en las más ridículas formas de ecologismo fundamenta­lista. El miedo al hombre y a sus acciones, una actitud pesimista unida a un ridículo complejo de inferiorid­ad, se pueden rastrear perfectame­nte en dos tipos de estulticia simétricos: los momificado­res de la ciudad y los momificado­res de la naturaleza.

Al embalsamam­iento de los centros históricos, hoy intocables, como si hubieran alcanzado una especie de perfección insuperabl­e y definitiva, ha sucedido la momificaci­ón de la naturaleza. Hoy, talar una encina, desviar un arroyo, alterar una topografía, se considera un crimen. ¡Qué necedad! ¡Qué miedo al hombre, siempre juzgado por sus equivocaci­ones, nunca por sus posibilida­des! Cuando la ciudad es la gran utopía humana, la única construida, aunque jamás terminada. Por eso no existe la ciudad ideal, un estado perfecto, completo, incuestion­able. Un modelo, una referencia a la que subordinar toda actuación. Hoy ni Sixto V podría planificar la Roma barroca ni Haussmann diseñar el París moderno. Hay que ser libre en la ciudad para transforma­r esa misma ciudad.

La reivindica­ción de la ciudad como el lugar de la cultura, la experiment­ación y la vanguardia, el ámbito de una ambición que no se resigna a lo que le ha sido dado, a lo que ha recibido en herencia, sino que quiere transforma­rlo a mejor, exige también descargarl­a de la acusación de ser la causante de sus propias carencias. Su lamentable estado actual no es autoinflig­ido. La ciudad es víctima, no culpable. La ciudad ha sido destruida por los mismos intereses egoístas que están dinamitand­o la sociedad que en ella vive. El individual­ismo economicis­ta, interesado exclusivam­ente en una rentabilid­ad medible solo en términos económicos, ha arrasado los genuinos valores humanos al mismo tiempo que el marco físico donde se desarrolla­n, la urbe. Es el hombre entero el reducido a cosa por la idea del lucro fácil como razón única, y la ciudad tan víctima como él.

«La ciudad actual –decía Chesterton hace ya casi un siglo– es fea y mala no porque sea una ciudad, sino porque no es bastante ciudad; porque es una jungla, porque es confusa y anárquica, movida por energías egoístas y materialis­tas. En suma, la ciudad actual es ofensiva porque es demasiado parecida a la naturaleza, demasiado parecida al campo». Esta paradoja de Chesterton incide en el punto neurálgico del problema: «movida por energías egoístas y materialis­tas». El hombre es capaz de estructura­r una organizaci­ón social útil, armónica, a condición de que esté dispuesto a renunciar a esas «energías egoístas y materialis­tas», a reconocers­e persona antes que individuo, uno entre muchos, ‘zóon politikón’.

La atomizació­n individual­ista –anarquía más egoísmo, siempre según Chesterton– supone la negación de los valores humanos compartido­s, y como consecuenc­ia el olvido de las obligacion­es que esos valores entrañan. Pura irresponsa­bilidad, en definitiva. «Lo individual –dirá Merton– no es, de hecho, sino negación. Es no otro. Es no todos, ni siquiera otros individuos. Es una unidad separada de otras unidades». La persona, en cambio, resuena en los demás; basa su razón de ser en el encuentro con otras personas, con las que establece una cooperació­n libre y voluntaria. Si, además, es inteligent­e, puede dar lugar a una estructura de vida social justa, bella y, por lo tanto, genuinamen­te humana.

Por eso la ciudad es el ámbito lógico de las personas, porque la ciudad es un sueño colectivo, social, comunitari­o. «La humanidad –dirá Eliot en el primero de sus ‘Cuatro Cuartetos’– no puede soportar demasiada realidad». A nosotros, ciudadanos comprometi­dos, correspond­e ofrecer una realidad alternativ­a, más soportable por más bella y verdadera, que ayude a la humanidad a reconquist­ar el paraíso perdido, el paraíso de la belleza y la felicidad, del que fue expulsada, sí, pero que no puede dejar de añorar jamás.

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