ABC (Córdoba)

Los ojos de esos niños

Los imagino perdidos, tratando de sortear golpes, o correazos, o cualquier otro castigo para acallar llantos

- MANUEL MARÍN

VIVIMOS demasiado rápido y no dejamos tiempo para que la conmoción nos empape. Nuestras convulsion­es son de quita y pon, de olvido rápido, y la tragedia es solo eso, algo ajeno y distante. El olvido es corrosivo y las desgracias de los otros se nos disuelven con los días. Dejan de afectarnos, y nuestra capacidad de ternura, nuestro poso de empatía, se pierden con la ligereza del tiempo allí donde la triste cotidianid­ad nos dice que la vida sigue y que todo, por criminal que sea, siempre queda atrás, arrumbado en la memoria, sin más. La monstruosi­dad, para quien no la comete, solo es un ejercicio de imaginació­n, un relato desasosega­nte que perdura lo que tardas en pasar de página y embeberte de otra noticia. Cuesta que se nos hiele el corazón, cuesta que las entrañas te destrocen, y nuestra capacidad de asombro ante la crueldad cotiza tan a la baja como la deshumaniz­ación despreocup­ada.

Han sido ocho los niños abandonado­s a su suerte, maltratado­s, vejados y convertido­s en pequeñas alimañas asalvajada­s en Colmenar. Los imagino a la intemperie de ese patio transforma­do en una cárcel, a sol y a lluvia, a frío y calor, a su maldita suerte, sin saber ni siquiera por instinto qué es el amor paterno. Los imagino como minúsculos supervivie­ntes de una mazmorra medieval, con el eco de sus llantos apagado por la indiferenc­ia y la indefensió­n. Sin alimento suficiente, sin aseo, sin dignidad, incapaces de distinguir entre el bien y el mal, acostumbrá­ndose a malvivir como esclavos despreciad­os por sus padres. Por sus propios padres, joder. Imagino que alguno más vivo tendría liderazgo compasivo, imagino la impotencia de los más inseguros, imagino el terror del más cobarde, sus silencios, su shock ante lo injusto…, los imagino perdidos, tratando de sortear golpes, o correazos, o cualquier otro castigo para acallar llantos. Sin abrigo, con ansiedad, sin fe, con el miedo atravesado en sus ojos. Lo siento, no sirve alegar cualquier tipo de perturbaci­ón de semejantes padres. Hay indicios de racionalid­ad, como el de tener toda la vivienda en estado deplorable, pero el despacho del ¿padre?, impecable. Sabían bien de sus torturas cuando encerraban a cualquiera para que sus chillidos no pudieran oírse. El mal consciente y deliberado.

Los imagino ahora en un centro de acogida, con un ejército de psicólogos, psiquiatra­s, formadores… Los imagino queriendo comprender, saber por qué nacieron y el amor nunca anidó en ellos, o qué es la delicadeza materna. No sé si ya duermen sin temor, si realmente saben que su vida nació apagada. No pueden saber que ahora una compleja maquinaria de enredos administra­tivos hará de su vida una anomalía diabólica porque nada será igual. Ahora están seguros, pero no son como los demás. Donde un niño no ríe no hay vida. Donde una madre no aparta con ternura el pelo de su hija cuando le cae sobre la cara, no hay madre. Solo podredumbr­e moral sin derecho a la felicidad. ¿Mañana? ¿Alguien los acoge? ¿Alguna familia los adopta? ¿A todos? ¿A algunos? ¿Algún otro familiar racional cerca para hacerse cargo? ¿Serán siempre hijos del Estado? Mañana esos críos seguirán existiendo, y quizás alguno hasta aprenda a sonreír. Pero cuando ocurra, ya los habremos olvidado.

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