Condes de la bravura y Alcalde del milagro
Emociona un torrente de casta llamado Jaro dentro de un conjunto de Mayalde que se arrastró con las orejas
Lo que pasa en los corrales de Madrid es un misterio que sólo conoce Florito, que ya no es el veedor pero sigue mandando como mayoral. El baile del último festejo fue completo: rechazado el conjunto de Sánchez Herrero, se embarcó uno de Conde de Mayalde, un hierro con garantías que no falló y con el que la terna –¡qué difícil es ser torero!– no anduvo a la altura. Al primero, Escultor, se le adivinó su buena condición desde que Mario Alcalde lo saludó. Entre galleos y quites, unos cuantos capotazos se llevó antes de la eficaz lidia de Serrano. La espera del cartucho de ‘pescao’ trajo un volatín de campeonato, como para quitarle el récord a Duplantis con la pértiga. Crujió el ruedo y crujieron los huesos del condeso, que quería pero apenas podía. Se agradeció el sentido de la medida del conquense, que a las seis y veinticinco no sabía del milagro que, una hora después, se fecharía un 16 de abril con su nombre. Ocurrió con el más feote cuarto, al que presentó la muleta en la distancia larga. Como un tren de mercancías lo arrolló en una voltereta violentísima. Como para partirlo en dos. Pero allí estaba Mario, al que ahora llamaban ‘Super Mario’, desmadejado pero sin arredrarse ante ningún Bwoser. Sin chaquetilla regresó a la cara del toro, porque más toro era que muchos de los que lidian por algunos lares las figuras. Gustó su vertical estilo y el sello de esos zurdazos con ayuda para hacer frente a Eolo. A pies juntos voló unos bonitos naturales de broche para exprimir el noble pitón de Chorlito I. Cuando quiso montar la espada, ni podía alzar el brazo por la paliza y la lesión. Aun así,
aprovechando la arrancadita del mayalde, enterró el acero con habilidad y los pañuelos asomaron por mayoría. Claro que el presidente decidió guardarse el suyo. Merecía recorrer el anillo, aunque sólo saludó y se marchó a la enfermería por el callejón.
Escasa la petición en el segundo, un Jaro de bandera que llevaba las escrituras de un cortijo en cada pitón. Corrió turno José Rojo al ir para atrás el titular y asomó este bizquito 28. Qué codiciosa máquina de embestir. De apuesta y mando. El trujillano lo intentó con denuedo, pero sin estrecheces, ligerito y sin alcanzar ninguna cumbre con aquel torrente de casta, que, cierto es, hubiera sacado los colores a más de uno. Entre ovaciones despidieron a Jaro mientras a Rojo le frenaban la vuelta. Un tío fue luego el sobrero de Villamarta, que se movió con aspereza y al que mató con contundencia.
Los voluntariosos propósitos de Carlos Domínguez apenas tuvieron eco ni con el mejor tercero –con sus teclas– ni con el desclasado y serísimo sexto.