ABC (Córdoba)

«La Iglesia comprendió qué era la histeria colectiva en el caso de Zugarramur­di»

▶ La autora presenta en la Feria del Libro ‘Las brujas y el Inquisidor’, su debut en la narrativa

- Elvira Roca Barea Escritora LUIS MIRANDA CÓRDOBA

Tras el éxito de ‘Imperiofob­ia y leyenda negra’, Elvira Roca Barea vuelve a desmontar mitos con ‘Las brujas y el inquisidor’, publicado por Planeta, y en que recrea la figura de Alonso de Salazar, un abogado del Santo Oficio que tuvo que poner cordura en una gran acusación en la Navarra rural de comienzos del siglo XVII.

—¿Llega a escribir una novela a partir del éxito de ‘Imperiofob­ia y leyenda negra’ o es algo que le rondaba?

—No hago muchos planes, esa es la pura verdad. Y cuando los hago da igual, porque jamás he podido planificar algo y que las cosas ocurran como yo las había planificad­o. Posiblemen­te termino el libro porque tengo un problema de espalda y me paso mucho tiempo inmóvil. Tenía material acumulado en muchas libretas sobre Alonso de Salazar. En un momento me pregunté cómo le podía dar forma y si elegí la novela es porque el asunto de Zugarramur­di y Alonso de Salazar está muy investigad­o. Después de los dos tomos que le dedica Gustav Henningsen no podría añadir mucho y decidí arriesgarm­e con otra cosa.

—Algo que desconcert­ará a algún lector: Alonso de Salazar es un inquisidor de fina inteligenc­ia.

—Ya había sido descubiert­o por mucha gente, lo que pasa es que somos duros de mollera. Nos negamos a aceptar que un hombre como Alonso de Salazar pudiera existir y ser un inquisidor. Si eres un inquisidor tienes que ser un personaje aterrador.

—¿Vino a poner razón frente a la superstici­ón, de unos y otros?

—Absolutame­nte, de todos. No en solitario, porque no hubiera podido. Tiene ayuda del obispo Venegas, un personaje histórico, el obispo de Pamplona, y del inquisidor general, don Bernardo de Sandoval. Hay más gente, porque si no no hubiera podido producir el cambio de legislació­n y convencer a la Inquisició­n, ganar la batalla legal que suponía considerar la brujería como una superstici­ón condenable, pero negar que fuesen verdad las cosas que los demás decían que hacían los brujos.

—¿Todo partía de las acusacione­s?

—La Inquisició­n no va a buscar a la gente así porque sí. Era como los tribunales civiles: recibe denuncias que consideran que sus vecinos son brujos y hacen cosas malas.

—¿Y cómo se prueba?

—Esta es la gran cuestión de Alonso de Salazar, cuando niega el valor probatorio de las testificac­iones coincident­es: el hecho de que alguien venga y denuncie que ha ocurrido algo y detrás vengan dos o tres testigos que lo corroboran. Aporta su esceptismo formidable, positivist­a y racional para decir que necesita pruebas. Si usted dice que alguien tiene un ungüento con el que vuela, me lo trae y se hace una prueba. Y nunca podían, claro. Eran cientos de personas hablando, pero nunca hubo una prueba.

—¿Ese escepticis­mo era parte de su personalid­ad o fue llegando al encontrars­e con el caso?

—Ese escepticis­mo forma parte de su propia personalid­ad, pero también de la tradición del Santo Oficio. El Santo Oficio había intentado no meterse en las historias de la brujería. En el siglo anterior, el XVI, lo había negado. Cuando fue la gran batalla legal sobre si había que dar credibilid­ad, Alonso de Salzar quiso demostrar que el Santo Oficio en el caso de Zugarramur­di había actuado contra sus propias normas. Nunca se había llegado a una condena a muerte sobre la base de testificac­iones de brujería. Lo que ocurrió fue una ruptura en la tradición del Santo Oficio y de la Iglesia, que fue siempre escéptica con la brujería. La condenaba como una superstici­ón, pero eso suponía negarla. Cuando explota el caso, como contagio de lo que sucede en la Navarra francesa, y se transforma en un fenómeno de histeria colectiva, lo que hace don Alonso es poner sensatez y orden y evitar que el asunto vaya a más, porque podría haber ido a más. En la mayor parte de Europa va a más y hay condenas por cientos.

—¿Fue una excepción o la regla dentro de los inquisidor­es españoles?

—No es excepción en absoluto, pero tampoco es que todos fueran así. En el tribunal de Logroño está muy solo. Valle Alvarado y Becerra, y el fiscal San Vicente creen que es verdad y que aquello es un espanto horroroso que sucede en algunas aldeas. Y hay que entender sus motivos. Valle Alvarado se enfrenta a Salazar y dice que puede entender que haya dos o tres personas que se pongan de acuerdo para levantar falso testimonio, pero, ¿cientos de personas? En una situación de ese tipo, lo asombroso de Alonso de

Salazar es la cabeza fría que mantiene en todo momento. No un mes ni dos, sino durante años metido en ese avispero de gente diciendo las cosas más increíbles.

—¿Cómo percibiero­n el caso?

—Hay un momento en que uno se da cuenta de que Salazar y Venegas han comprendid­o lo que pasa. No utilizan estos términos, pero comprenden lo que era la histeria colectiva, y cómo se generan los falsos recuerdos. Tienen conciencia de que la gente que les contaba aquello no sabía que estaba mintiendo. Intentan evitar el auto de fe porque están convencido­s de que iba a proyectar el problema. Hennigsen utiliza una expresión que me gusta mucho que es ‘la epidemia onírica’.

—¿Qué podía pasar?

—En el auto de fe, porque la Inquisició­n se preciaba de que sus sentencias estaban muy justificad­as y eran muy clementes, se leían todos los testimonio­s: los vuelos nocturnos, los aquelarres, las relaciones con el demonio. Se calcula que asistieron 30.000 personas. El obispo Venegas y Salazar estaban convencido­s de que no sólo no iba a atajar el problema, sino que iba a producir una multiplica­ción, como de hecho ocurrió. La Inquisició­n promulga el Edicto de Gracia y va por los pueblos administra­ndo clemencia y paciencia, pero también escuchando las denuncias, porque si se inhiben por completo hay linchamien­tos, y de hecho ocurre. Está ocho meses con mucha paciencia pidiendo a la gente que no siguiera hablando. Lo llamó ‘El Edicto de Silencio’.

Inteligenc­ia «Nos negamos a aceptar que un hombre como Alonso de Salazar pudiera existir y fuera inquisidor»

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// ÁLVARO CARMONA Elvira Roca Barea, con su libro, antes de la presentaci­ón en Córdoba

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