ABC (Córdoba)

La curación por la palabra

Que alguien pueda hacernos bien sin tocarnos, a través de la escucha o de la comprensió­n distante, revela lo lejos que estamos de agotarnos en un cuerpo

- DIEGO S. GARROCHO

NO hay un momento que condense mejor el milagro que representa la humanidad que cuando un hombre cura a otro hombre a través de la palabra. Una palabra de consuelo, de aliento o de acogida que se presta o se regala, a la espera de que el efecto balsámico del verbo opere desde un espíritu hacia otro. Así de sencillo. Sin materia de ningún tipo y sin asideros tangibles. No hay nada que tocar en una voz que te atiende y te responde. No hay medida ni cómputo visible. Porque todo es aire en el habla. Por eso ninguna otra especie podría comprender lo que sucede cuando dos personas conversan en un régimen de estricta desigualda­d, que es el único que existe entre el que habla y el que escucha. Hegel describió la dialéctica del amo y del esclavo, pero no alcanzó a entender que es siempre el que más puede el que debería hacerse siervo del dolor de los otros.

A veces basta con la presencia ajena y la sola proximidad del que acoge y escucha nos sirve para arrancar a hablar. Hay ocasiones en que ponerle palabras a lo que nos ha sucedido es suficiente para aliviar el dolor, porque darle un título a las cosas y un relato a las situacione­s es tanto como brindarles una dirección. Todas las vidas admiten una biografía y es imposible verbalizar algo sin imponer un orden, así sea el de la sintaxis. La palabra nos permite compartir las cosas que nos pasan y reparan la condición secreta de nuestro dolor. Cada vez que hablamos, escuchamos y entendemos, nos compadecem­os con los demás y aquello que contamos nunca volverá a ser exclusivam­ente nuestro. La compasión es precisamen­te eso, una pasión compartida, una emoción participad­a que resuelve nuestro aislamient­o y nuestra soledad. Una forma definitiva de querer vivir con los otros. Por, para y hacia los otros.

Que alguien pueda hacernos bien sin tocarnos, a través de la mera escucha o, incluso, a través de la comprensió­n distante, demuestra lo lejos que estamos de agotarnos en un cuerpo. Deberíamos reparar en lo que decimos con la misma precaución con la que vigilamos nuestra dieta. La mejor vida requeriría un cuidado del lenguaje equivalent­e al que ejercemos cuando hacemos ejercicio. Una mala palabra puede hacernos demasiado daño pero la palabra justa es todo lo que necesitamo­s en el peor momento. Hay que poner mucha atención en lo que decimos y con lo que leemos o acabaremos sufriendo consecuenc­ias letales.

Solo la palabra nos humaniza, que es tanto como decir que nos permite reconstrui­r un sentido allí donde no existe. El perdón, la promesa o la plegaria son acontecimi­entos verbales y nadie podría decirse enterament­e humano sin haber pedido una disculpa, sin haber adquirido un compromiso o sin haber rogado así sea en el vacío. Y es paradójico, porque tampoco nadie podría decirse enterament­e humano sin haber faltado alguna vez a su palabra.

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