ABC (Córdoba)

Roca Rey no aplazó el triunfo que Morante sí perdió

▶Ni la consecució­n de su culmen a la verónica conformó al peruano en su voraz objetivo de cortar tres orejas

- JESÚS BAYORT CÓRDOBA

A las doce de la mañana, ya por fin, comenzaba la primera corrida del serial cordobés con un innegable cariz de festival invernal. Por el clima, por el horario y hasta por la presentaci­ón de algunos toros, balbuceant­es de contenido, que sucumbiero­n al poder intratable de Roca Rey. Aunque antes, con Tenderete, el primero de Domingo Hernández —con el hierro de Garcigrand­e— se confirmaba lo que habían anunciado las imágenes del sorteo: era el mejor de la corrida, en su tipo, en su estilo. Que ya en su salida demostró lo que se intuía, que el serrín no evitaría que el ruedo fuese una pista de patinaje, por la que se deslizó un cascada de lances que desembocar­on en monumento al toreo a la verónica. Pasando del académico recibo genuflexo a los seis lapazos señeros, cada vez más sentidos, más despacios, de Morante de la Puebla. El cuarto y el sexto lance fueron gloriosos. Después tomaría Morante una servilleta, que es lo que parecía su muleta en los ayudados genuflexos que abrieron la faena, para pasarlo bajo y por alto, al melodioso ritmo del animal. Desbordaba ilusión, interés en cuajarlo, que parecía casi lograrlo con la diestra, muy encajado, casi sin marcar el toque, en su línea. La poquita raza de Tenderete no llegó para el turno de la izquierda, tan deslucido ya. Lo pinchó una vez antes de que asomaran los pañuelos, que no fueron suficiente­s. Una faena que hubiera calado más en cuarto lugar, cuando salió el escurrido Gallardeto, largo, con longitud de pitón, que llegaba en las llantas. Sin estilo, sin nada para el recuerdo, como la breve intervenci­ón morantiana, que buscó los blandos con la espada.

Ya quisiéramo­s algunos tener el talento de Corbeto, el tercero de la mañana, para perder peso, que como apuntaba el oráculo del campo bravo, Luis Miguel Parrado, estuvo de segundo sobrero en la tarde del rabo de Morante con «559 kilos» para lidiarse tres semanas después en Córdoba con «460 kilos». Tan raro como lo que después ocurriría, que fue un torrente de humillació­n para el capote pese a su altura de cruz y a su por entonces agarrotado cuello, que soltaría para el tercio de muleta. Pocos toros ha toreado Roca Rey a la verónica como a éste, ceñido, cadencioso, con mucha expresión. Al que lanceaba a la velocidad de un reloj de arena en una conjunción casi perfecta, milimétric­a en todo, que abrochó en los medios con algunos puestos en pie desde el tendido. Suave en el embroque, meciendo en el encuentro, torero en su desarrollo. Que continuó un comprometi­do Paco Algaba, que no es de la Vega del Guadalquiv­ir sino de Córdoba, banderille­ando al filo de la navaja, con Chacón nuevamente insultante en su inteligenc­ia y capacidad de terrenos.

Brindó a José María Montilla, que nació en la Gerena en la que él vive, que reside en la Córdoba en la que él toreaba. Muy abierto de compás empezó tratando de ordenarlo y afianzarlo sobre el humedecido terreno, hasta que le extrajo lentísimos naturales, encontrand­o esa perla de bravura que trataba de esconder el de Domingo Hernández, al que encelaba con un toque seco y con mucho tiempo, aunque algo tosco. Sin resistirse a lograr el triunfo, a aplazar sus trofeos, buscó enroscarlo con un aire ojedista, derecho en su figura, con la muleta por encima de la cintura. Muy despacio le hizo la suerte de matar, de la que se tuvo que apartar levemente de lo que tardó en pasar. Los Califas se tiñó de blanco tras una obra que estuvo sublimada por la excelencia capotera y la brillantez estoqueado­ra.

Aunque la excelencia muleteril la reservaba para el sexto, al que toreó con calidad, pese a la falta de humillació­n y raza, siempre entre saltitos, de Guapetón, que no era precisamen­te eso. Más grande y feo que el resto. Su rítmico trasteo estuvo impregnado de soltura, sin ninguna tensión, con el compás más natural. Gustó y se gustó mucho más, hasta en los circulares por detrás. El primero fue perfecto, a la cariñosa velocidad del moribundo animal, al que animaba con los engaños a su altura, al que continuó con otros dos interminab­les. Lo volvió a asar con la espada, bajo gritos de «¡torero, torero!» que no corrigiero­n al presidente en su propósito de negar esa cuarta oreja, que tampoco evitó que el ruedo se llenase de una multitud de jóvenes dispuestos a pasearlo a hombros hasta la Puerta de los Califas.

Poco se recordará del paso de Juan Ortega por esta corrida, ante un despropósi­to de lote. Poco perfil y atractivo traía Carabelo, primero de ellos, que se apoyaba en sus manos, entre saltos, sin celo. Se tiró por cuatro veces a los bajos, por donde igualmente rubricó su mañana. Lanudo, el quinto, sólo traía de bueno el nombre, histórico en la casa de Núñez del Cuvillo. Pero lo más histórico fue el petardo: del toro, del presidente y de los cabestros, que no acertaron en su intento de hacer regresar al morucho, que entró por aburrimien­to. No se entendió muy bien la decisión presidenci­al, que sucumbió al enfado generaliza­do ante tal mansedumbr­e. Y salió Ofiverde, que no reunía el mínimo suficiente para una plaza de esta categoría, sin raza, sin estilo, romo de pitones. En las antípodas de un toro para una plaza de primera. Un desastre que Ortega remató de feísima manera con la espada.

El de La Puebla salió con la ilusión de un niño y el estilo de un califa; Juan Ortega se tiró a los bajos del despropósi­to

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// VALERIO MERINO Pase de pecho de Andrés Roca Rey a Corbeto, el tercero del festejo matinal, al que cortó las dos orejas

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