Odio y chirigota
Cómo de aburrida estará la campaña, que el único candidato parece Vinicius
NO es lo que ocurre. Es cómo se cuenta y se utiliza. Lo que condiciona la reacción no es el qué, sino el quién. Nadie se habrá enterado fuera de Madrid, y pocos dentro. En Móstoles, un municipio con más habitantes que muchas capitales, cuarenta militantes del PP fueron asaltados en su sede por dos individuos que esparcieron gas pimienta al grito de «os vamos a matar». Nadie muere de fanfarronerías, pero ayer no había una turba de cámaras en la puerta ni ‘prime time’ con horas de cháchara, ni politólogos y verificadores de bulos cebando la burra. Fue un ‘blanquerna’ en mitad de campaña, con amenazas contra la vida, pero los invasores no eran fachas con los ojos encendidos en sangre, sino dos veinteañeros de ultraizquierda.
En el ‘rush’ de una campaña cabe preguntarse si hubiesen sido dos derechistas avasallando un local de la izquierda. Ahora que de vez en vez desempolvamos de los delitos de odio convenientemente ideologizados, ¿la estampa en Móstoles no sería otra? La crispación. Los adoquines arrojadizos. Las navajas ensangrentadas. Las cacerolas. El cordón sanitario. La alerta antifascista. El rencor cainita. La Guerra Civil. El aguilucho. Las camisas azul mahón y las caras al sol de cuatro falangistas en la tumba de José Antonio. El himno nacional en Pachá. La foto de Colón. Franco en helicóptero. Una foto de Ynestrillas. El miedo fingido en los ojos. La amenaza a la democracia. Los cayetanos. La persecución de gais. Expulsar a los menas. Los escraches en la puerta de tu casa. Villacís embarazada. Soraya amenazada. Cayetana escupida. Rosa Díez agredida. La lona del hermano de Ayuso. Los pies de Aznar en la mesa en las Azores. La Complutense pintarrajeada. El Rey ahorcado en sus pasillos. La capilla asaltada. Arderéis como en el 36. La guillotina en twitter. La cocinita de Vallecas. El dóberman. El troley de Alaya en pleno acoso. Los azotes a Mariló hasta sangrar. Los misóginos del Ahuja. Otegi,
hombre de paz. Abascal a caballo. La transfobia. El coño insumiso. La cal viva en los escaños. Los borbones y los tiburones. Las gafas rotas de Rajoy. Las lágrimas de Irene Montero... Lo que el saco admita. El odio, como factor de oportunismo táctico, como recurso visceral que la izquierda maneja a capricho para crear estados virtuales de miedo sin fundamento real.
España es más mansa de lo que parece, pero es muy bien mandada. Y entonces nos enardecemos. Eso que ahora llaman polarización. La cosa es que sólo surte efecto cuando la izquierda se viste de víctima con su propia ley del embudo. Si hubiese sido un exaltado, pongamos de la derecha, al grito de ‘os vamos a matar’, la fiscalía de turno ya habría pronunciado sus palabras mágicas, diligencias de investigación, que son el bálsamo que todo lo cura. Cuando el fiscal investiga por orden política, nos recorre ese gustirrinín de película del FBI, cuando dos tipos de negro apartan al ‘sheriff ‘ local de Tuscaloosa. «Tranquilos, ya nos encargamos nosotros». Se detiene el tiempo y dos días después, bajado el diapasón, se archiva por la dificultad técnica de determinar el alcance del odio. En democracia hay algo peor que el odio: no preguntarse cosas y hacerse trampas al solitario. Cómo estará de aburrida la campaña, que el héroe es Vinicius y una amenaza de muerte es la letra de una chirigota.