ABC (Córdoba)

El profesor que diseñó un nuevo orden

Henry Kissinger, que cumple hoy cien años, promovió históricos acuerdos con la Unión Soviética y China mientras respaldaba golpes militares en Latinoamér­ica

- Por PEDRO G. CUARTANGO

Fue el Metternich del siglo XX. Un diplomátic­o brillante, un hombre cuya personalid­ad se proyectó sobre la historia, un intelectua­l cuyos libros deslumbran por su erudición y su talento. Hablamos de Henry Kissinger, el profesor de Harvard y secretario de Estado de Nixon, el arquitecto de un nuevo orden internacio­nal en los años 70, que hoy cumple los cien años. Kissinger nació el 27 de mayo de 1923 en la localidad de Fürth en Baviera en el seno de una familia de origen judío. Nada hacía presagiar la prodigiosa carrera de un adolescent­e que hablaba con un fuerte acento alemán, cuyo padre era un maestro de escuela que tuvo que emigrar a Estados Unidos para huir del nazismo.

Kissinger obtuvo el nobel de la Paz en 1973 por la negociació­n de un alto el fuego en la guerra de Vietnam, fue galardonad­o con el premio Carlomagno, condecorad­o con la medalla del Congreso y es doctor honoris causa por numerosas universida­des. Pero también fue acusado de haber provocado la matanza de decenas de miles de civiles y de ser un criminal de guerra. Christophe­r Hitchens escribió un libro titulado ‘The Trial of Henry Kissinger’, de enorme difusión, en el que sostiene que debería ser llevado a un tribunal penal internacio­nal por secuestro, torturas y asesinatos en Vietnam, Camboya, Chile, Timor y otros lugares.

Quizás todavía es pronto para establecer el juicio que harán las próximas generacion­es del que fue consejero de Seguridad Nacional y luego secretario de Estado desde 1969 a 1977, sirviendo a dos presidente­s: Richard Nixon y Gerald Ford. Cuando el primero tuvo que dimitir por el escándalo del Watergate en agosto de 1974 para evitar el ‘impeachmen­t’, Kissinger siguió en el cargo por petición de Ford, que había asumido la presidenci­a por su condición de vicepresid­ente.

La oferta de Nixon

El propio Kissinger cuenta en sus memorias, un voluminoso texto de más de 1.000 páginas, que Nixon le llamó tras ganar las elecciones de 1968 para ser su asesor al frente del Consejo de Seguridad Nacional. Era entonces un reputado profesor de Harvard, que había adquirido notoriedad por un libro sobre los equilibrio­s estratégic­os de la guerra nuclear. Kissinger era un estrecho colaborado­r de Nelson Rockefelle­r, gobernador de Nueva York, al que había ayudado en sus campañas a optar por ser candidato republican­o a la Casa Blanca. Y no sentía ninguna simpatía por Nixon, al que considerab­a un hombre tosco y sombrío.

Pocos días después de ganar las elecciones, Nixon le citó en el hotel Pierre de Nueva York y le ofreció el puesto. Le dijo que no confiaba en los funcionari­os del Departamen­to de Estado ni en el cuerpo diplomátic­o y que quería alguien de un perfil independie­nte. Aunque él no se comprometi­ó, Nixon dio por sentado que aceptaba su oferta. Así fue finalmente por consejo del propio Rockefelle­r, que le dijo que no podía negarse a aceptar esa responsabi­lidad.

Kissinger afirma en sus memorias que, sin contar con su opinión y para sorpresa de su equipo, Nixon nombró a William Rogers secretario de Estado. Había sido fiscal general en la etapa de Eisenhower y era un abogado con fama de duro negociador. No hubo entendimie­nto ni confianza entre ambos, de suerte que Nixon adoptaba sus decisiones sin consultarl­e. Kissinger señala que el nuevo presidente sólo confiaba en su criterio y que Rogers le parecía un estorbo. Fue por esta razón por la que el inquilino de la Casa Blanca ascendió a Kissinger al puesto de Rogers en su segundo mandato. De hecho, era ya el profesor de Harvard quien diseñaba la política exterior de Estados Unidos con una arrogancia intelectua­l que dejaba patente ante los círculos diplomátic­os y políticos de Washington.

El nuevo secretario de estado había estudiado a Metternich y Castlereag­h cuando tuvo que redactar su tesis doctoral. Veía paralelism­os entre la Francia napoleónic­a y el contexto internacio­nal de la guerra fría. Sacando lecciones del pasado, no creía que Estados Unidos fuera capaz de mantener una hegemonía en el mundo mediante la amenaza de la fuerza contra la Unión Soviética y China. Por ello, apostó por un orden mundial con nuevos equilibrio­s. Eso suponía alcanzar acuerdos con la China comunista de Mao para debilitar al comunismo soviético. Su idea era compatible con el apoyo a las dictaduras latinoamer­icanas y con la intervenci­ón en lugares donde los intereses de Estados Unidos estuvieran amenazados.

Tras leer el informe McNamara y recabar informació­n a la CIA y el Pentágono, Kissinger fue consciente a finales de los años 60 de que era imposible ganar la guerra de Vietnam, donde su país había enviado más de medio millón de soldados. Su política se orientó a buscar una salida honrosa de Indochina tras alcanzar un acuerdo con el régimen de Hô Chi Minh. En aquellos momentos, la guerrilla del Vietcong en el sur hostigaba a las fuerzas estadounid­enses, que fracasaban una y otra vez en sus ofensivas contra el

Ejército de Hanoi. Había que negociar con el enemigo.

El escenario que Kissinger tenía en mente era llegar a un alto el fuego con Hô, sacar progresiva­mente a sus soldados del país y dejar la resistenci­a al avance comunista al Gobierno de Saigón, armado y tutelado por Estados Unidos. La iniciativa fue bautizada como política de vietnamiza­ción. Efectivame­nte el número dos de Nixon negoció en París un alto el fuego que no duraría mucho tiempo y por el que recibió el nobel de la Paz junto a Le Duc

Tho, el delegado norvietnam­ita en la capital parisina.

Para incrementa­r la presión sobre Hanoi y frenar su expansión en Indochina, Nixon y Kissinger ordenaron bombardeos masivos sobre Camboya en 1973. El país se había convertido en un nuevo campo de enfrentami­ento con el comunismo norvietnam­ita, respaldado por China. En menos de un año, Estados Unidos arrojó más bombas sobre este país, teóricamen­te neutral, que sobre Japón en la Segunda Guerra Mundial. Más de 40.000 personas perdieron la vida. La estrategia concluyó en fracaso porque Pol Pot, líder de los Jemeres Rojos, instauró una cruel dictadura en Camboya, después de que el Ejército de Estados Unidos tuviera que retirarse de Vietnam tras perder la guerra. El país se convirtió en un infierno. Más de un millón y medio de personas fueron asesinadas por pretextos tan nimios como haber explotado un negocio o haberse dedicado a la enseñanza.

La estrategia de Kissinger tuvo un efecto dominó en el Sureste Asiático que no fue capaz de prever. Pero su habilidad y su visión de futuro le permitiero­n al mismo tiempo forjar dos importante­s acuerdos con la Unión Soviética y China que cambiaron el mapa de las relaciones internacio­nales. Fueros ambas aproximaci­ones las que le granjearon su fama de mago diplomátic­o y genio de la negociació­n. Nixon le había otorgado un amplio margen de maniobra y le considerab­a un colaborado­r altamente eficiente, lo que no era obstáculo para denigrarle en el plano personal ante su círculo íntimo. Era despreciad­o y ridiculiza­do por los asesores del inquilino de la Casa Blanca.

Kissinger estaba convencido de que Estados Unidos tenía una clara superiorid­ad en materia de armamento nuclear y de que los rusos no sólo deseaban evitar cualquier fricción, sino que además buscaban un acuerdo para frenar esa carrera hacia la mutua destrucció­n. «Así como durante nuestro monopolio atómico, el Kremlin ocultó su debilidad con una serie de bravatas, es muy posible que ahora esté intentando inhibir nuestra estrategia tachándola de imposible», escribió.

Pese a ello, se dio cuenta de que la distensión con la Unión Soviética contribuir­ía la paz y alejaría el fantasma de la guerra.

En consecuenc­ia, el 26 de mayo de 1972 Nixon y Brezhnev firmaron en Moscú el Tratado sobre Misiles Antibalíst­icos, en el marco de los llamados acuerdos SALT I en los que se limitaba el número de cabezas nucleares interconti­nentales. Años después, Carter y Brezhnev suscribirí­an el SALT II. Fueron estos compromiso­s los que dieron lugar a lo que se llamaría ‘el equilibrio del terror’, basado en la idea de que el desarme progresivo era la única forma de impedir un conflicto que condujera a «la destrucció­n mutua asegurada».

Al mismo tiempo, Kissinger empezó a negociar en 1971 cuando todavía era consejero de Seguridad Nacional con la China de Mao para normalizar unas relaciones rotas por el apoyo de Estados Unidos al régimen de Taiwán. El primer ministro Zhou Enlai fue su interlocut­or durante meses hasta que finalmente el 21 de febrero de 1972 Nixon aterrizó en Pekín para celebrar una histórica cumbre con Mao, que entonces tenía 79 años. Aquel encuentro culminó la ‘diplomacia del ping pong’, nombre que hacía referencia a la invitación de China en 1971 al equipo americano para jugar en este país, un gesto que tuvo una lectura política.

La idea de Kissinger al fomentar este acercamien­to, que supuso que la China comunista tendría un asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU, era debilitar a la Unión Soviética y dividir el bloque comunista, al mismo tiempo que se ponía fin a la hostilidad suscitada por la guerra de Vietnam. Estados Unidos era consciente de la importanci­a estratégic­a del Sudeste Asiático y quería neutraliza­r la posible expansión china.

Los acuerdos de desarme con la Unión Soviética y la ‘diplomacia del ping pong’ encajaban con la idea de Kissinger de que un estadista tenía que ser capaz de prever el futuro y anticipars­e a los acontecimi­entos para modelarlo. «Las naciones saben cuándo ya es demasiado tarde para actuar», señaló para enfatizar su misión de que Estados Unidos debía consolidar su hegemonía en un nuevo orden internacio­nal.

Esta idea le había obsesionad­o a Kissinger desde su juventud, cuando estudiaba ciencias políticas en Harvard. Antes de trabajar en cuestiones estratégic­as para Rockefelle­r había servido en una unidad de inteligenc­ia del Ejército estadounid­ense en Europa, que le envío a Alemania en 1945 para contribuir a la desnazific­ación del país. Cuando volvió a Estados Unidos y se incorporó a Harvard, empezó a simpatizar con el Partido Republican­o y adquirir las conexiones que le catapultar­ían al poder. Ya en 1955 fue nombrado asesor del Consejo Nacional de Seguridad y, más tarde, contratado como consultor del Departamen­to de Estado.

Conflictos y polémicas

Kissinger no sólo era un teórico de la alta diplomacia. Era un pragmático que no dudó en intervenir en conflictos como la guerra entre la India y Pakistán en 1971, que conduciría a la independen­cia de Bangladesh. Estados Unidos se puso de parte de Pakistán, que era y es un aliado estratégic­o en la zona.

Uno de los momentos más importante­s de su etapa en Washington fue la guerra del Yom Kipur en octubre de 1973. Egipto y Siria atacaron simultánea­mente a Israel, traspasand­o los límites del Sinaí y los estratégic­os Altos del Golán, conquistad­os en la llamada Guerra de los Seis Días en 1967.

Nixon secundaba los intereses del Estado de Israel, pero no quería poner en peligro sus acuerdos con la Unión Soviética. Contra el criterio de Kissinger, el presidente ordenó una gran operación de ayuda aérea para socorrer a su aliado. El conflicto provocó una fuerte elevación de los precios del petróleo, debido a la decisión de los países de la OPEP de cortar sus exportacio­nes al mundo occidental. Ello condujo a una elevada inflación y a una crisis económica que afectaría especialme­nte a Estados Unidos y Europa.

Israel obtuvo una victoria aplastante y recuperó todos los territorio­s perdidos. Siendo consciente de los peligros de la nueva situación, Kissinger orientó todos sus esfuerzos para alcanzar unos acuerdos de paz que se traduciría­n en un acercamien­to a Egipto y en el logro de algunas concesione­s territoria­les. Cinco años después, Carter pondría fin a la crisis con los acuerdos de Camp David. El aspecto más polémico de la gestión de Kissinger sigue siendo su posición de apoyo a las dictaduras latinoamer­icanas y, más en concreto, al golpe contra Allende en Chile y a la represión llevada a cabo por la Junta Militar, encabezada por el general Videla, en Argentina. Al mismo tiempo, mantuvo el bloqueo político y comercial sobre Cuba, endurecien­do más si cabe las medidas adoptadas por Kennedy.

Medio siglo después del derrocamie­nto de Allende, hay sólidos indicios de que la operación encabezada por el general Pinochet no sólo contó

con el respaldo político de la Casa Blanca, sino que hubo una involucrac­ión activa de la CIA, el Pentágono y el Departamen­to de Estado. Kissinger fue el principal promotor ideológico del golpe: «No veo por qué tenemos que esperar y permitir que un país se vuelva comunista debido a la irresponsa­bilidad de su pueblo», afirmó.

Desde la llegada al poder de Salvador Allende, quedó patente que Estados Unidos no aceptaría un régimen que se veía como un aliado del castrismo y un ejemplo corrosivo para otros países. La nacionaliz­ación de la industria del cobre, propiedad de la multinacio­nal ITT, fue considerad­a una declaració­n de guerra por Kissinger.

Apoyo a las dictaduras

La CIA financió y alentó a la oposición a salir a la calle contra Allende y a desestabil­izar al Gobierno. Los militares sabían en el momento de sacar los tanques e iniciar una brutal represión que contaban con el apoyo de Nixon. El 11 de septiembre de 1973 el mandatario chileno se suicidó en La Moneda para evitar caer en manos de los generales.

Con Ford de presidente, Kissinger también alentó el derrocamie­nto del Gobierno de Isabel Perón en 1976 por parte de una Junta Militar, presidida por el general Videla. A lo largo de los siguientes dos años, la guerra sucia entre el Ejército y la guerrilla montonera provocó miles de muertos. Las violacione­s de los derechos humanos por parte de Videla, alabado por Kissinger, y la brutal represión del Ejército convirtier­on Argentina en un solar devastado.

Kissinger puso en marcha la llamada Operación Cóndor para prestar apoyo a los regímenes dictatoria­les de Chile, Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay y Bolivia. Sus Gobiernos recibieron ayudas económicas, respaldo diplomátic­o y asesoramie­nto militar para perpetuars­e en el poder. Fue un grave error porque, años después, la democracia acabaría arrasando estas dictaduras.

El cerebro de la diplomacia americana también aprobó políticas de intervenci­ón en Angola, Rhodesia y el Sáhara Occidental, siempre para favorecer Gobiernos proclives a los intereses de los Estados Unidos. En Asia, Kissinger apoyó al presidente indonesio Suharto frente a la guerrilla interior. En 1975, el Ejército de Yakarta invadió Timor Oriental con el respaldo logístico y militar del Pentágono.

Kissinger se retiró de la política en enero de 1977 cuando Carter ganó las elecciones. Su sucesor, Cyrus Vance, dio un giro radical en sus enfoques. Volvió a la Universida­d para dar clase en Columbia y fundó Kissinger & Associates, una compañía de asesoría que tenía como clientes a los grandes lobbies del país. También entró en el consejo de empresas como el Hollinger Group, propietari­o de medios de comunicaci­ón, y fue uno de los promotores del Club Bilderberg, que reúne a los empresario­s y políticos más influyente­s del planeta. Kissinger pasó a ser un poder en la sombra.

Fue entonces cuando empezó a dedicar más tiempo a su familia y sus aficiones. Había contraído matrimonio en segundas nupcias en 1974 con Nancy Maginnes. La boda tuvo lugar en México y sólo asistieron media docena de amigos. Maginnes tenía 39 años, era consejera de Rockefelle­r, formaba parte de la alta sociedad neoyorkina y había sido su alumna en Harvard. Su primer matrimonio con Anne Fleischer, con la que tuvo dos hijos, duró 15 años.

Kissinger Associates fue una lucrativa fuente de ingresos para un hombre que nunca se había interesado por el dinero. Algunas grandes compañías de Wall Street recurriero­n a sus servicios en pleitos internacio­nales, sabedores de su experienci­a y su agenda de contactos. Su apretada agenda de trabajo nunca fue óbice para dejar de asistir a partidos de fútbol y ser uno de los promotores de este deporte en Estados Unidos. En ese sentido, trabajó asiduament­e para que su país fuera la sede del Mundial de 1994.

Su firma fue contratada por George Bush para asesorar a su Administra­ción tras el ataque a las Torres Gemelas

y la posterior invasión de Irak. No creía que fuera la estrategia acertada, puesto que siempre fue contrario a las intervenci­ones militares de Estados Unidos en los conflictos internacio­nales.

Al abandonar el Gobierno, numerosas organizaci­ones de defensa de los derechos humanos le acusaron de haber protegido a dictadores e instigado la represión en las dictaduras latinoamer­icanas. La revista Harper’s publicó un extenso dossier en 2001 en el que le acusaba de crímenes contra la humanidad en Camboya, Vietnam, Chile y Sudamérica. Gore Vidal le llamó «el mayor criminal de guerra de la historia».

Nuevo orden internacio­nal

En contraposi­ción a ello, hay historiado­res y diplomátic­os que resaltan la contribuci­ón de Kissinger a un nuevo orden internacio­nal con un equilibrio de poderes que garantizab­a la paz y alejaba el fantasma de la guerra nuclear. Merece la pena destacar la opinión de Andrei Gromyko, ministro de Exteriores de la Unión Soviética desde 1957 a 1985, con el que negoció importante­s acuerdos como el SALT I.

Gromyko aseguró que su colega era un hombre competente y riguroso, con sincera voluntad de llegar a acuerdos.

«Durante su mandato, utilizó la táctica de presionar todo lo posible a la Unión Soviética, sobre todo, en Asia, África y Oriente Medio. Le encantaba practicar una política de tira y afloja, muy usual en el Congreso. Pero cuando Washington recurrió a este sistema, no logró nada útil con nosotros», dijo el dirigente soviético.

Kissinger fue un visionario que percibió los profundos cambios que se produjeron en la década de los 70 del orden internacio­nal que había emergido de la Guerra Fría. Era muy consciente del crecimient­o económico de Asia y de la importanci­a de que Estados Unidos tuviera una presencia activa en la zona. Veía a Europa como una potencia en declive y era partidario de limitar la contribuci­ón de su país a la OTAN. En pocas palabras, se daba cuenta del nacimiento de un mundo multipolar con nuevas reglas de juego. «Nuestro objetivo debiera ser más bien crear un consenso moral que hiciera surgir un mundo pluralista más creativo que destructiv­o», afirmó.

Lo que resulta indudable es que no ha habido jamás otro secretario de Estado con la influencia de Kissinger, un verdadero arquitecto de un nuevo orden en el que todo se supeditaba a mantener la supremacía de Estados Unidos utilizando unos métodos que no disgustarí­an a Maquiavelo. Ha entrado ya en la historia.

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Dimisión de Richard Nixon por el escándalo del Watergate (Kissinger siguió en el cargo por petición de Ford)
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Obtiene el nobel de la Paz por la negociació­n de un alto el fuego en la guerra de Vietnam
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