ABC (Córdoba)

Diosdado, pionera de la teleserie

Funcionó a menudo de actriz, pero su fósforo principal estaba en la escritura

- ÁNGEL ANTONIO HERRERA

Las series son, ya, un hábito, y hasta un vicio, con lo que la tele ha vencido al cine. Y en los albores de la teleserie está Ana Diosdado, de la que nos acordamos poco, o nada. Ocho años largos se han cumplido desde su muerte. Fue la gran renovadora de la televisión dramática, y golpeó en varios triunfos sucesivos hasta lograr después ‘Los ochenta son nuestros’, un despliegue de análisis y contradicc­iones de una juventud que inauguraba la libertad. Colocó al primer Bardem, jovencísim­o, en la serie ‘Segunda enseñanza’, un exitazo de televisión de su firma, que ya había triunfado antes, en la inolvidabl­e ‘Anillos de oro’, donde embelesaba a Imanol Arias, su pareja para desanudar jaleos de abogados divorcista­s.

Funcionó a menudo de actriz, pero su fósforo principal estaba en la escritura. En la escritura teatral, y en la otra, la prosa de cuento o novela, con la que incluso se asomó un día al premio Planeta. Tenía por deleite mayor un paseo por la Concha, hasta Ondarreta, en larga errancia, para rematar con un recóndito bar de gintonic. Reunió muy altos galardones, pero ella sólo presumía, y tampoco mucho, de sus años de presidenta de la Sociedad General de Autores, en Madrid. Era argentina, pero habló a España de España, y se casó dos veces con Carlos Larrañaga, quizá porque las penitencia­s conviene repetirlas. Fueron pareja durante veinte años. Jamás tuvo para Carlos una palabra que no fuera de elogio, en el matrimonio y luego del matrimonio, aun reconocien­do que Carlos mentía como nadie. Fue muy celebrada como autora teatral, pero su aportación a la fundación de la serie televisiva es suprema. Respondía a todo con una naturalida­d balsámica, igual de lo íntimo que de lo gremial. No fue ni mucho menos una revolucion­aria, pero sí una insólita y sostenida mujer de valentía en malos tiempos para la lírica femenina, y hasta feminista. La amadrinó Margarita Xirgú, la actriz fetiche de Lorca. La suya era la osadía de la que procura despeinars­e mucho por dentro, mientras por fuera la melena viene a dar un igual. Fue una despeinada interior, una agitadora de la ternura.

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