Cuatro años sin el pangolín
Lo ocurrido nos cambió la percepción sobre lo que mueve a la mayoría. Quedamos para terapia de grupo
EL 24 de enero de 2020 hubo comunicado del Centro de Seguridad Nacional. Cuatro años ya. Se citaba este antecedente: «El 31 de diciembre de 2019, la Comisión Municipal de Salud y Sanidad de Wuhan, en China, informó de un grupo de 27 casos de neumonía de etiología desconocida, incluyendo siete casos graves, con una exposición común en un mercado mayorista de marisco y animales vivos ‘Wuhan Huanan’ en la ciudad de
Wuhan». Comenzaba ahí el relato oficial de la pandemia. La ciudad china clausuraba sitios públicos y aislaba a contagiados y contactos. Se señaló a un pangolín como el animal transmisor del virus. Que allí mismo hubiera un laboratorio que trasteaba con coronavirus era una enorme casualidad sin importancia. A imitación de lo hecho por la mayor dictadura del planeta, los países empezaron a confinar, aconsejados por la OMS. Luego la ciencia dictaría otras medidas. En España, se decretó un estado de alarma que la mayoría vio adecuado, aunque el TC después dijera que nos pasamos. Los niños se quedaron en casa desde marzo hasta final de curso. Ni siquiera pudieron jugar en parques clausurados y la Policía multó a algún surfista que pensó, mal, que no era un peligro corriendo otras olas. Fue precioso ese ejercicio de responsabilidad colectiva. Los médicos aplicaron todos el mismo protocolo y suspendieron otros vigentes para enfermedades respiratorias. No cabía otra.
La situación era insostenible económicamente y el hallazgo de una vacuna contrarreloj, con unos plazos de desarrollo inéditos, era la única salida a una enfermedad sin tratamientos. Se consiguió con mucho dinero, una aprobación de emergencia y el logro suscitó la admiración mundial al progreso de la medicina. La Comisión Europea firmó los contratos para los millones de dosis, sin que se conozcan bien los detalles. A quién le importa. Había que vacunar a todo el mundo. Incluso a los que acabaran de pasar la enfermedad, como esgrimió Djokovic en Australia antes de que le expulsaran sin poder competir. La inmunidad natural no servía. Todas las edades necesitaban las nuevas vacunas con ARN mensajero. Unos países la hicieron obligatoria y otros la recomendaron pero no la impusieron por ley, aunque hubo políticos como Feijóo que lo pretendieron. Los no vacunados –egoístas, magufos y terraplanistas– merecieron el peor reproche social y, sin pasaporte, no tuvieron acceso a restaurantes. Algunos empezaron a hablar de ciertos efectos secundarios de las vacunas, como miocarditis en jóvenes, pero nadie les hizo caso. Tampoco a los aguafiestas que señalaban la cantidad de reinfecciones en vacunados. ‘Fake news’. Volvimos a la normalidad. Del pangolín no supimos.
Enhorabuena si le satisface este relato. A algunos, sin embargo, lo ocurrido nos cambió la percepción sobre lo que mueve a la mayoría, la facilidad con la que se asumen medidas draconianas si se agita el miedo. Quedamos para terapia de grupo. Como los problemas mentales no estigmatizan ya, incluso decimos que estamos un poco desquiciados, a la espera de una píldora.