ABC (Córdoba)

«Un viejo tiene que evitar volverse sucio y quejarse de lo que ha cambiado todo»

▶El autor, que había anunciado en ABC su retirada, vuelve a la novela con ‘Tres enigmas para la Organizaci­ón’: «No es un regreso, es olvidarme de lo que dije»

- BRUNO PARDO PORTO BARCELONA

Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) dijo en ABC que se iba a retirar y, al volver a casa, se puso a escribir: noticias fugaces, noticias felices. «Es que tampoco tengo nada que hacer», suelta él, riéndose por encima y por debajo del bigote. Mendoza es un hombre en rebelión no contra el tiempo sino contra la vejez (hay que saber escoger bien las batallas que libramos), por eso evita la jubilación, la nostalgia y el cabreo. Prefiere los paseos, el teatro, el cine, viajar, volver a Dickens, dormirse con una novela negra entre las manos, buscar la frase exacta, escoger bien las camisas, conservar la elegancia, cultivar el humor.

En ‘Tres enigmas para la Organizaci­ón’ (Seix Barral) el autor ha imaginado un disparate en el que los personajes se llaman Monososo, Lord Pepito o Grassiela, agentes secretos que se presentan como tal –«hola, soy agente secreto»–, utilizan el fax y la radio nocturna para sus comunicaci­ones y deben investigar la misteriosa y supuesta relación entre un cadáver aparecido en un hotel de Las Ramblas, la desaparici­ón de un millonario británico y las extrañas finanzas de Conservas Fernández.

—Ha sido la retirada más corta de la historia.

—[Ríe de nuevo]. Ocurrió a la vuelta de Valladolid [donde anunció su retirada]. Pensé: ¿ahora que hago yo en casa todo el día? Y me puse a escribir. Empecé a lo tonto y cuando me di cuenta ya llevaba la mitad.

—Ha sido un regreso fácil, entonces.

—Lo difícil habría sido lo contrario. Pero no es un regreso: es continuar y olvidarme de lo que había dicho.

—¿Tan difícil es dejar de escribir?

—Supongo que sí. A ver, yo me encuentro bien. Si tengo la cabeza en su sitio, y nadie me dice lo contrario, ¿por qué voy a parar si me divierte hacer otra novela? Tampoco tengo nada que hacer. Ni otra fuente de ingresos. Todo estaba a favor [sonríe].

—¿Da miedo la jubilación? —Conozco jubilados que están encantados de la vida y les falta tiempo para tantas cosas como tienen que hacer. Pero es que yo trabajar-trabajar [dicho así, como el pan-pan], he trabajado muy poco en la vida. No le cojo el gusto a retirarme de nada. Al revés, cuando veo lo que hacen los jubilados, que es cuidar el jardín e ir de viaje, me dan ganas de tener un trabajo.

—En el libro, el protagonis­ta es un extranjero en su propio tiempo. Ha estado en la cárcel y, al salir, se ha encontrado un mundo al que ya no le coge el pulso.

—No es un ‘alter ego’, pero sí una proyección. En él está la resistenci­a de los extraterre­stres a integrarse en la sociedad. Pero al mismo tiempo está su empeño por estar dentro. Por hacer algo. En fin, uno solo escribe su propia vida. Si no, ¿qué vas a contar?

—La Organizaci­ón a la que pertenecen los agentes secretos existe para que el Estado pueda operar por encima de las competenci­as de cada fuerza de seguridad. Parece casi una novela sobre el caos competenci­al. Y hasta una caricatura de las cloacas del Estado.

—Es la actualidad, que me alimenta [y vuelve a reír]. Soy un hombre de periódico y comentario. Por la mañana, al levantarse, hay que leer los periódicos.

—Usted ve el género negro desde el ridículo.

—Es una faceta que me hace mucha gracia, la torpeza, los absurdos de las investigac­iones. Dashiell Hammett cuenta que una vez le enviaron a seguir a un individuo, que le dieron muchos datos: el color del pelo, de los ojos, dónde tomaba el café… Pero se olvidaron de decirle que le faltaba un brazo.

—La novela está situada en Barcelona en 2022.

—Quería que fuera una novela después de: después del procés, después del confinamie­nto. Borrón y cuenta nueva, decíamos ayer. Ya nos hemos olvidado de todo. La gente decía: cambiaremo­s, nada volverá a ser como antes. Mentira. Aquí estamos.

—¿Y cómo estamos?

—Estamos un poquito desquiciad­os. Pero yo no sé si no hemos estado siempre un poco desquiciad­os. No recuerdo ningún momento en el que hayamos estado bien políticame­nte y socialment­e [y ahora revisa la memoria]. El único momento que recuerdo así fue la Transición. Estábamos todos un poquito asustados, no sabíamos qué podía pasar. Pero había una recuperaci­ón de libertades a todos los niveles, sobre todo a nivel callejero. Parecía que habíamos tomado la ciudad por asalto y todo eran fiestas. Ese era un buen momento. Luego ya enseguida volvimos a lo de siempre: las preocupaci­ones, la política es un desastre, los políticos son todos iguales, bla, bla, bla. Y así seguimos.

—¿Cómo está viviendo la actualidad política de los últimos meses en Cataluña? ¿Le preocupa o ya lo ve desde otra distancia?

—Así como no puedo dejar de escribir no puedo dejar de ser ciudadano, pero ya estoy fuera, soy un mero espectador. ¿Qué me parece lo que pasa? Bueno, tengo mis opiniones, pero no me parece especialme­nte preocupant­e nada de lo que pasa en estos momentos. La prueba es que hay que ver la punta que se le saca a una frase tonta que alguien ha dicho no sé dónde. Me ha insultado y esto es la crispación y la Constituci­ón está en peligro porque usted se ha metido con mi corbata. Esto quiere decir que estamos muy bien. Los países que están mal no se preocupan del vocabulari­o. Cuando se discuten temas de peluquería en el Parlamento es que todo va sobre ruedas.

—Le cito: «Como apenas sale de casa

y si sale no se fija en nada, su conversaci­ón discurre por dos cauces: sus opiniones y sus recuerdos». ¿Es el riesgo de la vejez?

—Es algo que temo porque sé que ya estoy en ese momento. Día a día lucho contra la tentación de mirar a la calle y decir: me acuerdo cuando por aquí pasaba un tranvía… Hay dos cosas que cuando uno se hace viejo tiene que evitar. Una es volverse sucio, que es muy fácil. Y otra es estar quejándose todo el rato de lo que ha cambiado el mundo. Es una lucha continua. Si me oyes decir: antes aquí… Me cortas.

Cataluña «No me parece especialme­nte preocupant­e nada de lo que pasa en estos momentos»

—¿Sigue siendo Barcelona una ciudad literaria, un escenario?

—Todas las ciudades son un escenario interesant­ísimo. Barcelona, como Madrid, es una ciudad muy callejera: hay pocas más así en toda Europa, siempre está sucediendo algo en la calle, día y noche. Hemos perdido muchas cosas. Hemos ganado otras. Pero el cambio me parece un tema interesant­ísimo.

—Es una novela sin melancolía, en la que cualquier tiempo pasado simplement­e fue.

—Yo tengo muy buena memoria, me

Humor «Algunos de mis chistes me han dejado de hacer gracia. No sé si mis primeras novelas pasarían el filtro»

acuerdo muy bien de cosas y sé que he tenido mucha suerte. Que tengo mucha suerte. He podido vivir muchos años de lo que a mí me gusta, sin preocupaci­ones. He tenido suerte con la crítica, con los lectores, con los editores. No tengo motivos para la melancolía. Estoy encantado de la vida. ¿Que me gustaría tener veinticinc­o años? Sin duda. Pero eso es pedir lo imposible.

—«Los nietos nos indican del modo más alegre que todos vamos a la senectud».

—Es que tengo un nieto reciente… Pero en realidad no necesitas que nadie te recuerde la senectud. Basta con mirarte al espejo y decir: caramba.

—Poco después de esa frase, escribe: «La recompensa de ser sabio consiste en comprobar que todo lo aprendido es inútil, que todas las experienci­as son tardías y toda la vida es una vulgaridad sin paliativos».

—Es una frase que ha creado inquietud. Pero la dice un personaje que tiende a decir lugares comunes y cosas grandilocu­entes con la mayor banalidad. Es un topicazo, pero también es verdad. Cuanto más sabes, más te das cuenta de lo que no sabes. Cuanto más vives, más te das cuenta de lo que podría haber sido y no ha sido. Si te mueres a los quince años, piensas qué listo soy, lo sé todo. Si aguantas un tiempo...

—¿Y cuál es la recompensa del sabio, entonces?

—Mantener la curiosidad, por ejemplo. La gente que no ha tenido inquietud hay un momento en que ya se queda repitiendo siempre el concierto de Año Nuevo. A mí es algo que no me gusta. Yo busco el restaurant­e que acaba de abrir, la película que me han dicho que es muy buena… No sé si es una forma de sabiduría, pero sí de pasármelo mejor.

— ¿Qué le sigue despertand­o curiosidad?

—Hago cosas impropias de mi edad. Por ejemplo, sigo yendo al teatro, sigo yendo al cine, a la sala de cine. Sigo haciendo viajes, aunque si puedo los evito, pero por suerte me arrastran y me llevan. Mi mujer es más activa que yo, no me deja estar sentado.

—¿El amor le rejuvenece?

—Sí, estar con una persona que tiene ánimos está muy bien. Pero también está muy bien estar con una persona que tiene dinero, ¿eh? [y vuelta a reír].

—¿Es más fácil escribir ahora que a los treinta años? ¿Se siente más libre?

—Ya todo lo que hago ahora es tiempo añadido, sin presiones. Pero también tengo claro que mi carrera se ha terminado y aquella gran obra no la escribiré. La novela que quería, que pensaba, esa no la escribiré. Ahora me queda hacer estas cosas divertidas [y mira su nuevo libro]. Estoy satisfecho, pero a veces pienso: quizás si me hubiera esforzado más, si hubiera sido más valiente, más atrevido, más constante, en vez de ser un vago de siete suelas… Pero tampoco sé si habría podido hacer otra cosa. No sé si todo depende del esfuerzo, de la valentía, o si cada uno hace lo que puede y ya está. Yo sé que, llegado el momento, si me paso más horas delante del papel o de la máquina no va a salir nada más. Es como los bomberos: si no hay fuego hay que esperar. No vas a incendiar casas para trabajar.

—¿Nos falta humor para leer la actualidad?

—No creo que nos falte humor, más bien al contrario. El humor aplicado a la vida pública puede ser un peligro, porque legitima muchas conductas. Hay tantos programas donde caricaturi­zan al político que al final, cuando los ves de verdad, los identifica­s más con la caricatura que con la realidad, con lo que representa­n, con lo que hacen. Si yo fuera político intentaría ser objeto de muchas pullas y burlas, porque sé que eso me pondría a salvo de cualquier crimen.

—Así que nos falta seriedad.

—Quizá en parte sí, pero el humor está muy bien. Además, estamos en una época dorada del humor. Hay mucho humor de calidad en el cine, las series, la televisión. También hay del otro, pero eso siempre lo ha habido. En todas las sociedades civilizada­s hay humor de calidad. En las sociedades no civilizada­s hay menos humor. Aunque se ríen más.

—Por cierto, ¿usted sufre escribiend­o?

—No, no, para mí la escritura es siempre alegre: si no, paro y lo dejo y ya volveré. No tiene mucho sentido agonizar. Es más: yo creo que todos los escritores se divierten. Yo creo que Kafka se divertía mucho escribiend­o las cosas que escribía.

—¿Alguna vez ha perdido el humor, la alegría?

—Hombre, no me he pasado la vida tronchándo­me [y se troncha]. He pasado tiempos tristes, angustioso­s, molestos. Los errores, los remordimie­ntos… Como todo el mundo, vaya. Pero lo interesant­e es que cuando uno se pone a escribir todo eso se queda de lado y entra en otro mundo. Un mundo donde esas cosas tristes influyen, están presentes, pero detrás del telón. Y vas cambiando de humor, de estado de ánimo, de clima, pero en la novela todo tiene el mismo aire.

Llegar a anciano «Si te mueres a los quince años, piensas qué listo soy, lo sé todo. Si aguantas un tiempo...»

Inspiració­n «Cada uno escribe lo que puede. Es como los bomberos: si no hay fuego hay que esperar. No vas a incendiar casas para trabajar»

—Releyéndos­e, ¿hay chistes de los que se arrepiente?

—Sí, sí, sí. Algunos me han dejado de hacer gracia. Nunca releo mis libros, pero alguna vez he tenido que releer fragmentos y siempre veo alguna cosa que digo: hombre, eso puede haber herido a alguien. Pero tampoco mucho. No he hecho sangre de defectos físicos, ni de colectivos, pero siempre hay bromas... Los tiempos cambian muy deprisa y hay cosas de las primeras novelas de humor que no sé si pasarían el filtro.

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INÉS BAUCELLS

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