El madurómetro
Pierdan los padres toda esperanza: las excepciones anulan la norma que decía prohibir los móviles en los institutos
HACE treinta años bastantes adolescentes debatían en los institutos y en sus conversaciones de adultos a medio terminar sobre la pena de muerte. De las últimas ejecuciones en España todavía no habían pasado veinte años, los asesinos de ‘La huella del crimen’ expiaban sus culpas en el garrote vil y sobre todo había una banda terrorista que derrochaba tiros en la nuca, secuestros y amenazas a quienes disintieran de su locura totalitaria. Para muchos de los que todavía no podían votar no había más solución que el paredón o la silla eléctrica, porque la inyección letal les parecía piadosa.
Había partidarios de la pena capital y gente que no lo era en absoluto, pero también una tercera vía extraña que decía que no estaba a favor y que luego exhibía una lista de casos en que sí contemplaría quitarse de en medio a un semejante según un procedimiento perfectamente reglamentario. Ya podía ser alguien de la ETA en una época en que a nadie le cabía en la cabeza que a un presidente del Gobierno de España les diera categoría de socios o los autores del triple crimen de Alcácer.
Su regla tenía una adversativa y unas excepciones que no la confirmaban, sino que la desmentían: estaban a favor de la pena de muerte tanto como los demás, pues desde luego nadie la quería para los que robaban radiocassettes de los coches.
Los españoles jóvenes de este tiempo no saben de patíbulos ni verdugos porque les debe de parecer algo parecido a la esclavitud: una institución bárbara que se perdió en el tiempo, pero algunos de los que ahora, ya crecidos, preparan leyes y dictan normas, quizá fueran de aquellos alumnos del BUP que decían que no, pero que al final sí.
Ha pasado en Andalucía con una instrucción de la Viceconsejería de Desarrollo Educativo y Formación Profesional que dice prohibir los teléfonos móviles en los institutos. Los padres y las asociaciones tuvieron esperanzas reales de que lo que leían fuera verdad y soñaban con que sus hijos estuvieran en el centro pendientes de lo que enseñaban los profesores o de charlar con sus compañeros en el recreo. No podría usarse en todo el período lectivo, ni en el recreo ni en las actividades extraescolares, y mucho menos en los colegios para los que ya acaban la Primaria, y era una estupenda noticia para alejar a los chicos de aparatos pensados para distraerlos, destrozarles la vista y engancharlos a cosas nada importantes.
Las excepciones la invalidaban: el instituto puede autorizar su uso en «determinados momentos con fines exclusivamente didácticos y criterios pedagógicos debidamente justificados» y también «teniendo en cuenta la edad del alumnado, su maduración y sus características psicoeducativas». Los malpensados dirán que la tal instrucción no hace más que consagrar los motivos para la barra libre de móviles en clase y de paso no hacer de policía requisándolos, pero seguro que cualquier día alguien inventa el ‘madurómetro’ que diga quién puede usarlo con cabeza y quién no.