No matarás
Administrar la muerte es el grado cero de la inhumanidad porque sólo quien es humano puede, desde la crueldad, dejar de serlo
NO matarás. El imperativo bíblico está inscrito en el rostro de todos los seres humanos de una forma urgida pero imborrable. No me mates es lo primero que nos dicen los ojos de cualquier hombre o mujer. Y sin embargo, matamos. Seguimos matando e incluso generamos asépticos protocolos desde los que decidir cuándo el asesinato puede acogerse públicamente como un acto de justicia. Administrar la muerte es el grado cero de la inhumanidad porque sólo quien es humano puede, desde la crueldad, dejar de serlo.
El pasado jueves, el Estado sureño de Alabama asesinó a Kenneth Eugene Smith, aunque las crónicas prefieren servirse del verbo «ejecutar», como quien concluye una tarea, un oficio o un deber. Smith fue condenado por otro asesinato ocurrido hace más de 30 años, pero los viles errores de un individuo aislado jamás podrán compararse con el proceso estatal que decide acabar con la vida de un hombre. Smith murió asfixiado con nitrógeno. Durante un cuarto de hora le hicieron respirar por una máscara gas nitrógeno hasta que acabaron con su vida. El responsable del Departamento Correccional de Alabama, John Q. Hamm, declaró a los medios que durante unos minutos el reo sufrió una serie de espasmos involuntarios. Nada fuera de lo esperado en este tipo de procesos, saldó con rutinaria indiferencia, aunque no existe nada normal en esta muerte ya que es la primera vez que se recurre a esta práctica infame.
La intervención de la técnica y la premeditación siempre es un agravante de la crueldad que se requiere para acabar con la vida de alguien. No es lo mismo un crimen pasional que un asesinato arbitrado por el Estado. La cuenta atrás terminal, el anuncio público, la funcionarización de la muerte y la tecnificación del horror expresan un contrasentido que es el verdadero límite posible de cualquier moral. Auschwitz nos horrorizó no sólo por su intolerable cifra de víctimas, sino por la eficacia industrial con la que el daño letal se aplicó sobre la piel humana. Ahora, en Alabama ya conocen cuál es la pauta protocolaria para matar a un hombre a través de una asfixia inducida. Ante ese colapso humano, algunos eruditos todavía debaten acerca de si es o no constitucional la medida.
Así de ridículas son las leyes de los hombres. Antes de morir, Kenneth Smith pudo dirigir a sus familiares unas últimas palabras. Del cuerpo condenado salió una frase desconcertante y reparadora: «los amo a todos», y Smith afirmó sereno que la humanidad, aquella noche en Alabama, estaba dando un paso atrás. La razón humana asiente a la proporcionalidad exacta del ojo por ojo. Las matemáticas no fallan y la balanza de la diosa Diké exhibe una ciega precisión hasta convertir la muerte en el pago proporcional por otra muerte. Pero acertó Smith en esos últimos segundos al enunciar la potencia invencible de quien ama, y al recordarnos que sin misericordia toda la humanidad estará condenada. Así sea en nombre de la justicia.