Ni en mi sed mando yo
Teresa Ribera ha venido con cámaras, pero sin micros que pregunten; con promesas, pero hablando sólo con los de su partido
NO es cierto que los partidos políticos se comporten siempre como bloques monolíticos con miembros que repiten como papagayos lo que dice un líder o un portavoz. En los primeros años del siglo XXI, la opinión iba por barrios y la disidencia estaba tolerada si tenía que ver con el agua. En su segundo mandato, Aznar redactó el Plan Hidrológico Nacional, que pretendía compensar a las zonas más secas con agua de las cuencas más caudalosas. El corazón era el trasvase del Ebro, que entre otras cosas tenía que ayudar a los regadíos de la feraz huerta murciana. La postura se tuvo que hacer transversal en cada sitio: los populares de Aragón se oponían tanto como los socialistas, o al menos no elogiaban la idea, y los que en Murcia iban en las tropas de Zapatero tenían que pedir el agua aunque su jefe lo suprimiera cuando llegó al poder. Lo contrario en ambos casos habría sido tan inteligente como entregar los votos al enemigo.
Los constructores de relato y analistas del discurso dirán si era bueno o malo, pero al cabo del tiempo, en el Norte de Córdoba, cuando el no poder abrir el grifo para beber no es una hipótesis probable sino un hecho cierto desde hace casi un año, todavía hay quien aplaude a algunos de los responsables si son de su partido.
La vicepresidenta y ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, se dejó caer esta semana por el Guadiato como lo hacen muchos de sus compañeros en el Gobierno de Sánchez. Con cámaras, pero sin micrófonos que pudieran hacerle preguntas; con anuncios, promesas de diálogo y palabras de preocupación, pero sin ningún compromiso concreto. Después mantuvo una reunión a cencerros tapados con una plataforma llamada Unidos por el Agua y también con alcaldes del partido socialista. Podía ser de esperar la nota posterior en que elevaban a los cielos a Ribera y condenaban a la Junta y a la Diputación, ambas en manos del PP y ambas ausentes de cualquier encuentro con la representante del Ejecutivo, a pesar de que han sido las únicas que se han movido con obras en marcha para conseguir que el agua del embalse de La Colada se pueda beber.
Lo menos agradable, sin embargo, llega no por la actitud del político de provincias que acude a venerar a una ministra de su partido, sino cuando se cae en la cuenta de que hay una sociedad anestesiada a la que le parece normal tener alcaldes que no pelean por las inversiones y que cuando tienen delante a alguien con capacidad para disponer del presupuesto, en lugar de exigirle que se haga la conexión con Puente Nuevo, que tantos problemas solucionaría, le hacen reverencias y siguen con disciplina su estrategia de culpar a los demás. A diferencia de aquellos partidos que no se atrevían a disgustar a su gente con las peleas por un agua que todavía no faltaba hace veinte años, en la sed de ciertos alcaldes y políticos ni siquiera mandan ellos mismos.