ABC (Córdoba)

Historias de un hámster

Me despierto en el medio de la noche con la alarma cazarraton­es. Reviso una a una las habitacion­es y… ¡bingo! En la cocina no hay pipas

- JOSÉ F. PELÁEZ

El aperitivo es la aristocrac­ia que nos queda. Es un ‘stop and go’ mágico, una manera de parar la vida, la extrema elegancia del que detiene el día para pedir un vermú y mirar el sol sobre la Catedral en esta primavera precipitad­a. En este bar solo tienen vermú, gaseosa y vino clarete.

Hago todas las combinacio­nes posibles de tres elementos tomados de dos en dos: vermú con gaseosa, clarete con gaseosa y, cuando voy a tentar la última, es decir, vermú con clarete, me doy cuenta de que algo va mal y decido cortarme la coleta. Los porrones pasan de mano en mano, las camisas blancas se llenan de lamparones, la parroquia se acerca a saludar.

Llego a casa sonriendo como un gilipollas y duermo fatal, como siempre que llego a casa sonriendo como un gilipollas. Me desvelo en medio de la madrugada y no puedo retomar el sueño.

II

En ese momento veo abierta la jaula de ‘Lili’, el hámster de mi hija. El nombre es en honor de Antonio Jiménez, banderille­ro de Morante. Se ha fugado y ha sido por mi culpa. El día anterior, mientras cenaba, le vi intentando meter algodón en su casa, pero lo tenía enredado con un barrote y no podía. Así que la ayudé. Parece que dejé abierta la puerta de la jaula, por lo que ahora tenemos un problema. Supongo que algo tendrá que ver la sonrisa de gilipollas, claro. De cualquier modo, el hámster no está y es un misterio si está escondido por algún lugar o se ha fugado. Las ventanas estaban cerradas y no se me ocurre cómo se puede haber ido, pero me viene a la cabeza constantem­ente que he bajado la basura. No sé si también he bajado un hámster. Espero que no porque, cuando venga la niña, tendré que contarle la verdad y puede ser un día duro. Es solo un hámster, pero no me lo quito de la cabeza. He puesto pipas en el suelo de cada habitación y cerrado las puertas de modo que, en la habitación donde haya cáscaras, estará Lili. Y eso en el caso de que no haya fallecido sepultada por la basura. Decido que es buena idea mirar en el contenedor en el que tiré la basura a ver si, a simple vista, veo un ratón. La gente que pasa me mira y susurra: «Madre mía, qué mal está el periodismo». Subo a casa y miro cada habitación, sin éxito. El ratón no ha salido a comer pipas. Tiene mala pinta y comienzo a valorar alternativ­as, entre las cuales me gusta especialme­nte la de hacerme el muerto. Otra posibilida­d es decirle que era el Ratoncito

Pérez y que ha tenido que salir a trabajar. O directamen­te comprar otro. Me voy a la cama rezando a San Antonio, pongo el despertado­r a las cinco de la mañana para intentar escuchar ruidos -no deja de ser un animal nocturno- y me duermo pensando en Antonio Vega.

III

Me despierto en el medio de la noche con la alarma cazarraton­es. Reviso una a una las habitacion­es y… ¡bingo! En la cocina no hay pipas. El corazón se me acelera, ¡el ratón está vivo! ¡Está vivo! ¡Vivo y en este lugar! Recuerdo ahora lo evitable de la escena del contenedor, pero doy gracias a Dios y me siento en silencio en la oscuridad total de mi cocina con renovada fe en la Comunión de los Santos. La silla en medio de la cocina, mi cara de felicidad, mi respiració­n lenta y yo tragando saliva. Si alguien que no supiera lo que está pasando me viera en este momento me meterían en un psiquiátri­co. Y «al alba, con tiempo duro de levante», la pequeña bestia aparece respondien­do a mis oraciones y sobornos como si nada hubiera pasado, en la más absoluta normalidad, con una manera de andar chulesca y desafectad­a que me recuerda a Pedro Sánchez. Veo a Lili venir hacia mí y mirarme con la misma cara con la que miraba yo a mi madre cuando quería hacer como que no pasaba nada. Se me eriza el vello de todo el cuerpo de la emoción. Le cojo con un trapo, la dejo en su jaula y me voy a la cama de nuevo. Son las seis y ya he hecho todo lo que tenía que hacer en el día. A las nueve viene mi hija, me da un beso, saluda a su ratón y aquí no ha pasado nada. Recuerdo a Miguel Hernández y sus nanas a la cebolla: «Vuela, niño, en la doble luna del pecho…No te derrumbes. No sepas lo que pasa ni lo que ocurre».

La gente que pasa me mira y susurra: «Madre mía, qué mal está el periodismo»

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