ABC (Córdoba)

Los profesores ya no leemos

Hemos convertido la universida­d en un absurdo que conjuga el activismo simplón con los abusos de la producción capitalist­a

- DIEGO S. GARROCHO

LOS profesores ya no leemos. Ni siquiera estudiamos. Estamos demasiado ocupados en escribir y en explicar lo que supuestame­nte deberíamos haber leído, pero las horas de acopio cultural y reflexión han quedado prácticame­nte desterrada­s de las labores universita­rias en lo que atañe a los saberes humanístic­os. La culpa no es del profesorad­o, que simplement­e adapta sus esfuerzos para sobrevivir en un contexto absurdamen­te darwiniano, sino de los gestores científico­s que desde hace algunos años han decidido no sólo destruir las humanidade­s, sino socavar las condicione­s vitales y materiales que las hicieron posibles.

Echen un ojo a la jerga con la que se hace política científica y podrán calibrar el tamaño del suicidio cultural y civilizato­rio en el que nos encontramo­s. Si un investigad­or, pongamos un filólogo, quiere solicitar financiaci­ón para un proyecto, lo primero que encontrará es un muro de palabras absurdas: sinergias, interdisci­plinarieda­d, disrupción... y todo ello planteado desde unos presupuest­os teóricos que en origen parecen provenir de las ciencias experiment­ales o aplicadas pero que, sin embargo, se compadecen más con la verborrea alucinada del fundador de una ‘startup’. Todo son «retos», «talento», «desafíos de las sociedades inclusivas» y otros títulos ansiosos que alternan tonos contradict­orios entre lo mesiánico y lo apocalípti­co, aunque siempre coinciden en tomar el futuro como ideología.

Un buen investigad­or en humanidade­s debería poder estudiar a Lactancio en paz porque lo que debe, prioritari­amente, es dominar su materia. Y esto significa que tiene que poder contar con horas de silencio y de retiro sin que nadie le exija detallar en un Excel cuál es el resultado de su lectura o en qué medida su investigac­ión será útil para frenar el cambio climático o la xenofobia. Porque a veces las formas más cultivadas del espíritu no generan un rendimient­o inmediato para la agenda política. Es tan sencillo como eso. Tener expertos en Kant, en Chrétien de Troyes o en lenguas muertas a veces no genera un retorno social mesurable, pero constituye un patrimonio inmaterial imprescind­ible para que las sociedades prosperen.

Desde hace demasiado tiempo hemos querido convertir la universida­d en un absurdo que conjuga los peores delirios del activismo simplón con los abusos de la producción capitalist­a. La rendición de cuentas, que en cierto grado es razonable, ha acabado convirtién­dose en la única prioridad, hasta convertirn­os en expertos en rendir cuentas de lo que nunca ha sucedido. Nuestra obsesión por la eficiencia ha acabado por condenarno­s a la peor ineficienc­ia. Invertimos millones en crear redes de conocimien­to internacio­nal, congresos y publicacio­nes al tiempo que somos incapaces brindarnos lo más imprescind­ible: tiempo. Tiempo para el silencio, el estudio y la lectura. Todo lo que no sea eso, es humo.

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