Así nos empobrece el Estado
La redistribución y el medio ambiente son opciones ideológicas y económicas, impuestas por las élites biempensantes y las tecnocracias. Ellas saben lo que es bueno para el pueblo
Winston Churchill afirmaba que las estadísticas eran una forma elaborada de mentir. Es un hecho que los gobiernos seleccionan las cifras que refuerzan sus decisiones. Pero lo importante en economía no es la exactitud de una estadística en concreto; es conveniente ceñirse siempre a las mismas series para poder hacer comparaciones válidas de la situación de la gente desde una perspectiva histórica. Esta semana, el ‘Economics Observatory’ ha publicado un cuadro comparativo de la renta per cápita en los últimos diez años, contrastando concretamente Europa y Estados Unidos. Muestra que la renta per cápita en Europa Occidental ha aumentado en torno al 1 por ciento anual durante este periodo, es decir, un crecimiento prácticamente nulo. A España y Portugal les va un poco mejor que a la media gracias al turismo y a que el resto de Europa aún no se ha recuperado. Por otra parte, Europa del Este, y Polonia en particular, han registrado un crecimiento per cápita de alrededor del 4 por ciento anual. Lo mismo puede decirse de Estados Unidos.
El caso de Europa del Este es singular en el sentido de que se trata esencialmente de un caso de recuperación comparable al que experimentó España cuando se incorporó a la Unión Europea. Más sorprendente es que España, Italia, Alemania y Francia estén metidas en el mismo saco, el del estancamiento, en contraste con el espectacular aumento de la renta de los ciudadanos de Estados Unidos. ¿Cómo se explica este desfase? Es cierto que el crecimiento en Estados Unidos es por término medio superior al de la UE: un 2,4 por ciento frente a un 1 por ciento en Europa, lo que refleja el liderazgo estadounidense en innovación y la libertad concedida al espíritu emprendedor. Pero las diferencias en el crecimiento no bastan para explicar el estancamiento de los ingresos personales en Europa, un estancamiento que perciben los ciudadanos que ven que su nómina ya no cambia de un año a otro. Al mismo tiempo, todo el mundo puede ver que este estancamiento de los salarios coexiste con un crecimiento global: Europa en su conjunto no está estancada, solo los ingresos personales han dejado de aumentar (excepto los de un puñado de superricos). Esto significa que los frutos del crecimiento ya no se reparten entre los ciudadanos trabajadores, sino que se asignan a otros beneficiarios, en particular a los gobiernos. Sí, nuestros gobiernos se enriquecen mientras nosotros nos empobrecemos, relativamente.
Propongo dos explicaciones para este enriquecimiento de los Estados y para la diferencia entre el crecimiento de Estados Unidos, por un lado, y de Europa, por otro lado.
La primera tiene que ver con la predilección en Europa por la solidaridad colectiva frente a la filosofía dominante en Estados Unidos, que favorece el éxito individual; este contraste ideológico es, sin duda, la primera explicación de la diferencia de renta. Dependiendo de si somos partidarios de la solidaridad o del éxito individual, podemos congratularnos de esta preferencia europea o lamentarla. Pero incluso si la acogemos con satisfacción, teniendo en cuenta que la tradición europea de solidaridad hunde sus raíces tanto en la tradición católica como en la ideología socialista, podemos preguntarnos si la redistribución es eficaz y está bien gestionada. Sabemos, y es inevitable, que toda redistribución conduce a abusos como el incentivo para que la gente no trabaje o el aumento desproporcionado de las burocracias encargadas de esta solidaridad social. No existe un sistema de solidaridad perfecto, pero ¿reflexionamos lo suficiente sobre su eficacia económica y social? En la izquierda, no; en el lado liberal, sí. Pero cuando los liberales se pronuncian sobre esta cuestión, la izquierda les acusa obviamente de egoísmo de clase. Todos conocemos este relato.
Además de la preferencia por la redistribución en Europa, hay otra razón por la que los ingresos personales están estancados. Se trata de la predilección europea por la ecología. El coste de esta preferencia por el medio ambiente corre esencialmente a cargo de los ingresos personales (las facturas de la luz, por ejemplo) y financia políticas públicas tan ecológicas como la Comisión Europea quiere que sean. ¿Se trata de una buena elección, está bien gestionada, es eficaz, es elegida por la población? Formular estas preguntas expone a uno a las maldiciones de los grupos de presión ecologistas, dispuestos a llamarle fascista si duda de la ideología del cambio climático y de la utilidad de las restricciones impuestas a diario a todas nuestras actividades. Pero, al igual que ocurre con la redistribución, la defensa del medio ambiente se considera a priori una causa indiscutible.
En realidad, la redistribución y el medio ambiente son opciones ideológicas y económicas, impuestas por las élites biempensantes y las tecnocracias. Ellas saben lo que es bueno para el pueblo. Pero estas dos opciones empiezan a suscitar cierta resistencia. Los movimientos antiinmigración, por ejemplo, me parece que tienen menos que ver con el origen de los inmigrantes que con el temor a que se beneficien de nuestros sistemas de redistribución en lugar de contribuir a ellos. Y en cuanto a la ideología verde, estamos asistiendo de repente a la revuelta que se ha iniciado estos días en el mundo agrícola. Los agricultores que se manifiestan en masa, en Francia, Bélgica, Alemania o España, se hallan entre las primeras víctimas del ecologismo. Los gobiernos y la Comisión Europea exigen a nuestros agricultores acrobacias imposibles. Tienen que renunciar al combustible de los tractores porque supuestamente calientan el clima, cuidarse de dañar la biodiversidad y abstenerse de utilizar productos químicos u organismos genéticamente modificados que les permitirían equilibrar sus explotaciones. Para el mundo del campo, la resistencia a las normas ecológicas que supuestamente deben proteger el planeta se ha convertido en una batalla vital. Obligará a todos los gobiernos y a todos los partidos a buscar un nuevo equilibrio entre la supuesta salvación del planeta y la exigencia de que se nos remunere por nuestro esfuerzo en el trabajo y no por el beneplácito de los bosques y de los animales salvajes.
Algunos objetarán que, a pesar de la redistribución y de la ecología, vivimos mejor y más tiempo, y tenemos acceso a servicios y diversiones que no existían hace diez años, a precios más bajos. Es cierto, pero los ciudadanos no razonan así: prefieren elegir por sí mismos lo que les beneficia personalmente y les permite elegir libremente frente a lo que beneficia a la colectividad. Sin embargo, este arbitrio se ejerce en todas partes en nombre de los ciudadanos, pero no por los ciudadanos, sino por funcionarios no elegidos y expertos cuya experiencia no se somete a ningún examen crítico. ¿Quizás ha llegado el momento de escuchar a los agricultores?
Los gobiernos y la Comisión Europea exigen a nuestros agricultores acrobacias imposibles