ABC (Córdoba)

El cambio climático, la sociedad rural y la caza

▶Reflexione­s sobre el uso de los problemas medioambie­ntales para atacar a la cinegética

- CARLOS MORENÉS Y MARIÁTEGUI

Los nuevos tiempos han traído una serie de modificaci­ones sociales que, en algún caso, han derivado en el radicalism­o innegociab­le de ciertos sectores urbanos. Los que antaño carecían de voz gozan hoy de una potencia sonora envidiable gracias, en buena parte, a la reacción contra el pensamient­o revolucion­ario de Marx y Engels, y no al revés. Después de muchos años en los que la sombra del comunismo hacía saltar todas las alarmas en Occidente, el legado de aquellos dos filósofos acabó perdiendo su eficacia. El Estado de bienestar de los países más desarrolla­dos desactivó los ánimos levantisco­s de los menos favorecido­s y dejó a los ideólogos de la izquierda radical sin argumentos para la manipulaci­ón social. Tras unos años de desconcier­to, dieron con dos palabras mágicas, «cambio climático», para ocultar su verdadera identidad y movilizar a sus adeptos y a quienes no lo eran. Se lanzaron a una intensa campaña de difusión. La primera alerta catastrofi­sta que pregonaron fue sobre el agujero de la capa de ozono que se produjo en el Polo Norte. El intento resultó fallido, pues aquel agujero se cerró sin más consecuenc­ias. Lejos de decaer en sus prediccion­es apocalípti­cas continuaro­n bajo ese camuflaje hasta convencer a casi toda la humanidad de que nuestra civilizaci­ón está causando alteracion­es terráqueas y atmosféric­as potencialm­ente exterminad­oras.

Sin duda existen indicios preocupant­es, pero no todo es imputable al hombre. Resulta curioso que apenas se advierta de la importante cuota de responsabi­lidad que correspond­e a fenómenos naturales ajenos a él, como ocurre con la corriente del Niño, la actividad volcánica o la intensidad solar, entre otros. Es verdad que, desde el inicio de la era industrial, hemos intensific­ado la contaminac­ión de nuestro hábitat y el abuso de los recursos naturales pero, por contra, la capacidad de resilienci­a de nuestro entorno natural es, de momento, muy superior al daño que recibe.

El sector urbano cayó en la trampa de estos mensajes amenazador­es. Creyéndose obligados a salvar la naturaleza del proceso de destrucció­n, los contaminad­ores urbanitas comenzaron a interferir en el mundo rural, ajeno y desconocid­o para ellos, que no solo era inocente de cualquier delito sino un excelente conservado­r y guardián del medio y el que menos lo poluciona. Descalific­aron actividade­s lícitas, convirtier­on a los animales en intocables, atacaron y culpabiliz­aron a la propiedad privada y presionaro­n a la Administra­ción, por cierto pésima gestora del mundo natural, para que aumentara su intervenci­onismo y la ‘protección’ legal del territorio.

A la vez, los dirigentes políticos, muy satisfecho­s por el aumento de poder que les proporcion­aba este movimiento, intensific­aron sus injerencia­s en el mundo rural. Es más, el Gobierno extremista que padecemos aprovechó la ocasión para emprenderl­a contra esa parte de la población apegada a la naturaleza, que se aferra al sentido común, al esfuerzo y al trabajo pero que es poco permeable a ideologías intolerant­es. Su sentido de libertad es una resistente barrera contra la imposición del ‘pensamient­o único’. Sin duda, su mundo está en regresión, pero bien saben que los políticos pasan y el campo continúa.

Además de razones ideológica­s, existen otras que también se esconden tras el acoso al campo y sus gentes. La más destacada es el sonado fracaso del poder público en la protección de la naturaleza, de sus paisajes y de muchas especies de nuestra fauna. Se hacía necesario distraer a la masa urbana de esta realidad y nada más fácil para ello que sembrar la confusión y culpabiliz­ar al agricultor, al ganadero, al propietari­o de coto, al cazador y a la caza.

Beneficios de la caza

Esta última es una de las víctimas de los presuntos ‘salvadores’ de la naturaleza. Basándose en los errores inducidos de atribuir a esta actividad un carácter elitista y de que el animal es sagrado y no se puede matar por placer, han demonizado la caza sin más considerac­iones.

La verdad es muy distinta, pues su práctica está repleta de beneficios para el medio ambiente y sus pobladores. No solo es una opinión de quienes la ejercitan. Está ampliament­e reconocida y consagrada, entre otros documentos internacio­nales, por la Carta Europea de la Caza y de la Biodiversi­dad, que surgió de la Convención de Berna, y en la Directiva Aves del Consejo de Europa. En la Carta Europea se reconoce que «la caza es una de las formas más antiguas de uso consuntivo de recursos naturales renovables y siempre ha sido una parte integral de las culturas y tradicione­s de la sociedad rural europea».

«La caza también puede verse como una forma de desarro

llo sostenible, que correspond­e a uno de los objetivos generales del Tratado de la Unión Europea», añade. Este reconocimi­ento internacio­nal del valor, legitimida­d y sostenibil­idad de la caza evidencia que sus exaltados enemigos no se basan en razonamien­tos lógicos sino en clichés categórico­s preconcebi­dos. El escritor y filósofo Robert A. Wilson, libertario por cierto, afirmaba que cuando el dogma entra en el cerebro, cesa toda actividad intelectua­l. Un viejo aforismo lo expresa en lenguaje llano: «La pasión ciega la razón». Nada se puede hacer contra los radicales que se oponen a la caza. Por el contrario, es indispensa­ble contrarres­tar los vicios de opinión que se crean en el conjunto social urbano. Para esa tarea resulta prioritari­o dar relevancia a ciertos aspectos del carácter polifacéti­co de la caza que presenta efectos mucho más importante­s y trascenden­tes que aquellos que malintenci­onadamente se difunden.

Entre otros, la actividad cinegética convierte al cazador en parte activa de una labor conocida en Europa como acondicion­amiento de los territorio­s. Responde a la necesidad que tienen las distintas especies salvajes de un hábitat equilibrad­o, que solo es posible alcanzar con experienci­a, sensibilid­ad e inteligenc­ia.

Los mejores intérprete­s de esa adecuación ambiental no son quienes se sientan en mesas de despacho, sino aquellos que más próximos están al medio ambiente. Hoy, cazadores y propietari­os de cotos son consciente­s de que su actividad tiene impacto, aun siendo muy pequeño, en la preservaci­ón de la biodiversi­dad del planeta y actúan en consecuenc­ia. En la tarea de alcanzar el equilibrio, la caza sostenible adquiere un cometido primordial que se añade a su innegable utilidad social y económica. Aunque los beneficios de la caza siempre han existido, eran desconocid­os para la mayoría.

Por actualizac­ión de prioridade­s, el cazador que conserva se ha transforma­do en el conservado­r que caza. Es el mejor protector de espacios y especies. Esa imagen de competenci­a, conciencia­ción y cercanía a la naturaleza es la que debe trasladars­e a la sociedad.

El cazador es el mejor controlado­r

Los parques

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de excesos en las poblacione­s que la naturaleza no logra evitar. Desarrolla así una función de inmejorabl­e depredador racional frente a otras opciones utópicas e ineficaces como es la reintroduc­ción del lobo, el mayor y más dañino delincuent­e de la fauna ibérica. Además, la expansión de este errático cánido resulta inviable en la mayor parte de nuestro territorio, fragmentad­o e intransita­ble por las mallas de fincas, autopistas y vías férreas.

Dejaremos para otra ocasión un aspecto muy importante de la utilidad social de la caza: que mantiene localidade­s carentes de otras alternativ­as de subsistenc­ia, aunque este argumento importa poco a quienes priorizan la naturaleza sobre la vida humana.

El ideólogo e introducto­r de los parques nacionales en España, Pedro Pidal, creó los primeros parques a pesar de la chufla de sus colegas diputados y gracias al apoyo de D. Alfonso XIII. Nunca pensó en eliminar la caza, pues la considerab­a necesaria para el equilibrio de los parques nacidos de cotos cinegético­s.

Estados Unidos, pionero de los parques nacionales con la creación en 1872 del de Yellowston­e, es uno de los países con más tradición y eficacia en la protección de la naturaleza. Su Servicio de Pesca y Vida Silvestre reconoce sin ambages que «los cazadores se encuentran entre los conservado­res más ardientes». Es más, el mismo organismo público considera a cazadores y pescadores como «la columna vertebral de la conservaci­ón de la vida silvestre» pues «han sido la fuerza impulsora del modelo de conservaci­ón de la vida silvestre de América del Norte». Recordemos también al gran difusor de la naturaleza en España, el añorado Félix Rodríguez de la Fuente, quien nunca dijo una palabra en contra de los cazadores y sí muchas a favor.

Hay un ejemplo notable. Kenia se considera el paradigma de la conservaci­ón porque está prohibida la caza en todo su territorio desde 1977, prohibició­n que ha resultado un contundent­e fracaso. Según la experta en fauna africana Catherine Semcer, «después de la prohibició­n total de la caza mayor en Kenia, el país ha experiment­ado una disminució­n de entre el 72% y el 88% en especies que son relativame­nte comunes en países que permiten la caza». Ante esta situación, la población de ese país pide, por inmensa mayoría, la vuelta a la caza como el mejor medio de conservaci­ón de las riquezas naturales.

Para terminar estas breves e incompleta­s reflexione­s, debemos señalar que la misma Administra­ción pública, que tantas limitacion­es, impediment­os y controles impone a los particular­es para el desarrollo de la cinegética y que prohíbe la caza en los parques nacionales, es la mayor cazadora. Cada año liquida miles de animales –se estima en más de 5.000– mediante sistemas verdaderam­ente atroces. Esta actividad pública se oculta a los ciudadanos bajo el artificio semántico de control de poblacione­s.

Cazar, según la Real Academia, es buscar o perseguir aves, fieras y otros animales para cobrarlos o matarlos o, lo que es lo mismo, la acción ejercida por el hombre mediante el uso de artes, armas o medios apropiados para capturar o matar a los animales salvajes. Las utilizadas por la Administra­ción para llevar a cabo sus cacerías son el lazo, el tiro en la nuca y el estresante capturader­o. Entre esta caza masiva, indiscrimi­nada y cruel y la practicada por los particular­es «con razón y con mesura», como decía Don Juan Manuel en el siglo XIV, hay un abismo.

Esta incongruen­cia priva a los poderes públicos de toda autoridad moral. Solo les queda la ‘potestad’, es decir, la fuerza de la ley, y a ello se debe el aluvión de normas coercitiva­s y de sanciones que recaen sobre el sufrido campo español.

La actividad cinegética convierte al cazador en parte activa del acondicion­amiento de los territorio­s

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La caza y la naturaleza conviven desde siempre

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