ABC (Córdoba)

El último camarero de Maravillas lo cuenta todo

El patrón de El Pico recupera la memoria del viejo barrio de Madrid

- JESÚS LILLO

ADMINISTRA­DOR único de la discreción, de una cautela entendida como secreto profesiona­l, Sebín no ha dejado de hablar desde que volvió a Valleruela, ya para siempre. Le dieron sepultura hace diez días y el frío no tardó en resultarle familiar, como las voces, también enterradas, vecinos de toda la vida y para toda la muerte, que pronunciab­an su nombre en busca de distracció­n, de historias con que echar un rato de eternidad. Eusebio esto, Eusebio lo otro, Sebín para acá, Sebín para allá... «Enseguida os atiendo», les decía, según la fórmula que tantas veces había utilizado para que ningún cliente se sintiese ignorado y no confundier­a la sobrecarga de trabajo con ese desdén que ahora sirven los camareros de las horas contadas. Allí abajo, tiempo de sobra, solo había horas muertas, llenas de vida.

Lo recordaba todo, y lo contaba con la confianza que da la tierra que uno ha pisado de chico, también con la seguridad de que de allí no iba a salir nada ni nadie. Les hablaba de Madrid, de qué si no, mezclando sitios y años, de los contactos que hizo para pasar el racionamie­nto con nota y dos cartillas, de cuando El Pele saludaba a unas sardinas que llevaban toda la semana en la vitrina, del miedo de los vecinos que salieron corriendo el 23-F y le pidieron que les guardara las cosas que pudiera en la cueva del bar, de los pollos asados y de las señoritas de Monteleón, reparto a domicilio, de cuando un sidecar era un vehículo y no el atrezo de una foto de García-Alix, de aquella musa de la Movida que llegó a salir desnuda en ‘La Luna’ y que vive dos portales más allá, de la manera de pregonar desde la barra unos platos de gambas que nadie había pedido, a ver si a alguien le entraba curiosidad cuando no había dinero para financiarl­a, de las excursione­s diarias y a la hora de las llegadas a una estación de Atocha

en la que todo viajero era un potencial cliente, de los figurantes que utilizaban los mesones para que movieran la cuchara y lucieran el género flotante a la entrada del local, de la que montó Castelo el día de las Torres Gemelas porque los cerrajeros de la mesa de la ventana seguían a lo suyo, con el cocido del menú, y no se callaban, de los antiguos puestos del mercado de los Mostenses, bajando Amaniel, de la tertulia a deshora que frecuentab­an el constructo­r, el farmacéuti­co y el abogado, del negocio que abrieron donde antes estaba la vaquería, o de las lindes parroquial­es, en fin, de un barrio ya desacraliz­ado, incluso inexistent­e, y etiquetado para la industria del ocio como Malasaña, del que durante décadas fue testigo, guardián y servidor público. «Esto de aquí es Maravillas, y de allí para adelante es San Ildefonso, y se acabó lo que se daba».

También hablaba de Mari. No dejaba de hacerlo. Cómo olvidarla. Cómo olvidarse de nada. La nada era ya todo.

Y luego van y dicen que lo que hacen falta en Madrid son médicos. Hay que estar enfermos.

Hace falta estar muy malo, de casi todo, para no apreciar la libertad de tomarse unas aceitunas en un bar como el que regentó Eusebio antes de volver a Valleruela.

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