ABC (Córdoba)

Aceite y agua

Uno lo bebe para morirse con salud, para tener conciencia del viaje

- JOSÉ JAVIER AMORÓS

LA ministra del agua vale menos que una botella de aceite de oliva virgen extra, pero cuesta mucho más. Y luego dicen que el aceite es caro. Estuvo en Córdoba el jueves pasado, para cosas de su inútil especialid­ad. Y acabó reunida con meritorios alcaldes socialista­s y otros ciudadanos preocupado­s por la falta de agua, pero sin invitar a la Diputación de Córdoba, a la Junta de Andalucía y a los periodista­s, que también tienen sed y saben explicarlo. Como hizo con elegancia Luis Miranda en su artículo sabatino de ABC. Antes de venir a Córdoba, la ministra pantanosa había entrenado su vulgaridad boqueando ofensas contra los jueces y la oposición, que la prensa menos exigente desarrolló como si estuviera glosando a Shakespear­e. Cuánta razón tenía Voltaire, si dijo que para triunfar no basta con ser imbécil, hacen falta buenos modales. Suavicemos el artículo con aceite de oliva. En la plaza de Las Tendillas se celebró el fin de semana pasado el ‘Festival del Aceite Córdoba Virgen Extra’. Conviene buscar un nombre más sobrio para la promoción de esa industria. Festival es palabra que conviene a los desahogos públicos del cuerpo y del alma, y exige una cierta capacidad de desenfado en los protagonis­tas. Festival de música, Festival del vino, Festival de los licores botelloner­os, y cosas así, que sugieren un tumulto de baile y canciones. Quizá la hamburgues­a podría ser también festivaler­a; indefinibl­e y grasienta, necesita mucho vino para no pensar en lo que uno se estará comiendo. Pero el aceite de oliva virgen extra es un líquido luminoso y hondo, que podría inspirar un soneto o una décima; dedicarle un festival resulta desproporc­ionado. A cada bebida, su destino. El aceite de oliva virgen extra tiene una engañosa similitud con el vino deslumbran­te de esta tierra, que alegra el corazón del hombre. El aceite lo fortalece, pero no lo alegra. Sus efectos son menos inmediatos. Los investigad­ores atribuyen al aceite de oliva virgen extra tantas propiedade­s milagrosas como al Cristo del Remedio de Ánimas. Desde el fortalecim­iento del cabello a la protección de las articulaci­ones, pasando por la entereza de la próstata y la buena disposició­n nutricia de la placenta. Es muy probable que la niña de luto Yolanda Díaz hubiera tomado su ración diaria de aceite de oliva antes de entrevista­rse con el Papa Francisco. Tan panorámica era su sonrisa. Al aceite, Dios lo bendiga todavía más, no vamos para aturdirnos, como podríamos ir ocasionalm­ente al Montilla-Moriles. Uno, que toma con moderación aceite de oliva, no lo hace para olvidar, ni siquiera para olvidar su precio. Uno lo bebe para morirse con salud, para tener conciencia del viaje. Si se propusiera velar por el hígado de nuestros jóvenes, el Festival del Aceite cordobés podría promociona­r botellones de aceite de oliva virgen extra, una bebida que está hoy fuera del alcance de los amontonado­s bebedores al relente.

—Qué asco de botellón el de este año. Parecía un desayuno de clase media cordobesa. Yo prefiero al tito Berni. O a la alegre presidenta del Congreso. Incluso al triste Rajoy, que también conoce el consuelo de la botella. Pásame la ginebra.

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